Vivienda: sin políticas de Estado no hay solución

Vivienda: sin políticas de Estado no hay solución

En la Ciudad, alrededor de 250 mil personas habitan en lugares precarios, sin infraestructura básica ni servicios de redes eléctricas, cloacales o de gas. Las hipótesis van desde la radicación a la erradicación.


Las cifras más precisas acerca de los problemas habitacionales de la Ciudad de Buenos Aires provienen, en general, de los organismos estatales. El Instituto de Vivienda (IVC) y la Defensoría del Pueblo son dos de los proveedores de los números que desnudan una crisis que lleva muchos años sin ser abordada en forma definitiva, que condena a casi 100 mil porteños a circunstancias que fluctúan entre la situación de calle y la precariedad habitacional, en sus distintas graduaciones.

La especulación equivale a viviendas desocupadas

Entre 1991 y 2001, según la evaluación del propio IVC, disminuyó en un 3,5 por ciento la cantidad de “hogares en situación habitacional deficitaria”, pero paralelamente se cuadruplicó el número de viviendas desocupadas. Estos guarismos muestran que en ese período se construyeron viviendas principalmente dirigidas al consumo de los sectores con mayor capacidad de acumulación de riqueza, en detrimento del resto de los argentinos.

Para consolidar esta cifra, en el mismo período se incrementó en un 100,3 por ciento la cantidad de personas que habitan en villas de emergencia y núcleos habitacionales transitorios. Al mismo tiempo, la población que reside dentro de los límites de la Ciudad disminuyó en un seis por ciento, mostrando de esta manera el fuerte proceso de concentración de la riqueza que se produjo en la década que culminó con las revueltas del 19 y 20 de diciembre.

El proceso de empobrecimiento fue tan agudo que provocó que vastos sectores de la clase media debieran adaptarse a pautas de vida consistentes con las de los más pobres y a resignarse a habitar en zonas de la Ciudad que hasta ese momento eran desconocidas para ellos.

En el centro del análisis debe quedar claro que el derecho a una vivienda digna y a un hábitat adecuado son elementos fundamentales a la hora de evaluar la situación de los derechos humanos. El derecho a la vivienda es, por eso, ineludible para juzgar el ordenamiento de la vida familiar, la inclusión social y la existencia de condiciones de ciudadanía de los pueblos.

Las principales dificultades para que todos logren ejercer el derecho a la vivienda se originan en el nivel de los salarios familiares, la pobreza, la vulnerabilidad social y la exclusión socioeconómica. Pero a estos valores sociales, que pueden ser mensurados, se debe agregar el elevado valor de la tierra en las ciudades, los altos alquileres y la ausencia del Estado a la hora de fijar políticas que limiten la especulación inmobiliaria y los negocios que encarecen las propiedades.

La precariedad del hábitats

En la Ciudad de Buenos Aires, los problemas habitacionales se expresan por la extensión en el uso de hábitats informales, que demasiado a menudo rozan la precariedad. Es muy difícil también para muchos sectores sociales, y no solo los más pobres, acceder a las condiciones mínimas que se exige a un hábitat digno, que cubra las necesidades de mínimo confort para las familias.

Los grupos sociales más agredidos por la distribución de la riqueza debieron apelar, a lo largo de los años, a diferentes estrategias para lograr su inserción social, que ha evolucionado con los contextos económicos a los que debieron adaptarse a lo largo de los años.

Es necesario volver a recordar que muchos de ellos fueron expulsados de la Ciudad como si fueran indeseables, al mismo tiempo que el Estado sustraía de su presupuesto los recursos económicos imprescindibles para encarar políticas de inclusión habitacional. No solo eso, sino que desde el advenimiento de la dictadura militar, el mercado inmobiliario siempre estuvo desregulado, lo que resulta favorable a un solo sector, el empresarial.

La dictadura desarrolló una gran reestructuración social, económica y política. Desde entonces, se apropiaron del territorio urbano una larga pléyade de empresas, que hicieron de la especulación inmobiliaria su principal actividad, elevando fuertemente los precios de las propiedades y perjudicando, por lo tanto, a todos los que aspiran a adquirirlas para vivir mejor.

En los 80 y en los 90, crecieron exponencialmente los hábitats informales, un proceso que se profundizó a partir de la precarización laboral y la desindustrialización, que produjeron una dramática caída del salario.

Las características de los hábitats informales que persisten en la Ciudad –todos ellos con sus propias particularidades– provienen de diferentes etapas de la historia, pero todos tienen en común las sucesivas crisis que lanzaron a la precariedad a los sectores de menores ingresos, que intentan sobrevivir a estas como mejor puedan.

La Defensoría del Pueblo porteña realizó un interesante y muy completo trabajo de relevamiento de las problemáticas habitacionales, que ayuda a comprenderlas mejor, dividiendo los hábitats de acuerdo al contexto en el que cada uno de ellos se produjo.

Los inquilinatos

Surgieron durante la segunda mitad del siglo XIX, en el contexto de la intensa inmigración de europeos. Derivan de los viejos conventillos, que eran las viviendas populares que albergaban a los obreros y a los empleados argentinos, que cobraban bajos salarios.

Los inquilinatos suplían la deficiencia habitacional que provocó la masiva llegada de miles de europeos –en especial italianos y españoles, aunque también del Asia menor y de Europa oriental–, que huían de hambrunas estremecedoras. La mayoría de los inquilinatos y los conventillos estaban situados en la zona sur y en el centro de la Ciudad, en donde sobrevivían los grandes caserones en los que vivía la clase alta, que migró hacia el norte cuando se produjo la última epidemia de fiebre amarilla, en 1871.

Estas viviendas se erigen en propiedades horizontales o en casas divididas en habitaciones. Sus moradores comparten baños y cocinas y firman contratos de locación de alrededor de dos años de duración. Por otra parte, sufren de hacinamiento y suelen carecer de algunos servicios, como el gas natural. Los edificios poseen pésimas condiciones de iluminación y ventilación, y la humedad y las filtraciones son comunes en ellos, lo que suele provocar problemas de salud a sus habitantes.

Las demandas de los habitantes de conventillos e inquilinatos tienen que ver con los problemas mencionados anteriormente, que provocan conflictos internos que a veces son de difícil solución. Los representantes de este sector social piden que el Estado ponga en marcha mayores controles, que obliguen a los propietarios a poner en valor sus servicios y a regular los abusivos alquileres que cobran. Además, los usuarios de estos servicios solicitan desde hace años una legislación que evite los arbitrarios desalojos de los que suelen ser víctimas, que no eluden la violencia y que los sumerge en el desamparo más absoluto.

Las villas de emergencia

La preindustrialización de nuestro país comenzó a partir de 1920, por lo que la incipiente demanda de mano de obra que el campo ya no empleaba comenzó a migrar por esos años hacia las ciudades, en busca de un futuro que ya no estaba en las tareas rurales.

Con el advenimiento del peronismo, que planteó un proyecto de sustitución de importaciones, desde 1945 se multiplicaron los migrantes que llegaban desde el interior y el exterior (más los primeros que los segundos). Los recién llegados se hacinaban en los terrenos vacíos que proliferaban en la Ciudad y en el cinturón industrial del Gran Buenos Aires. En esa época, por ejemplo, nació el Barrio Comunicaciones, que hoy se conoce como Villa 31. Es necesario acotar que el antiguo nombre les daba identidad a sus moradores, al contrario del actual, que los despersonaliza y muestra la peor faz del poder del Estado.

Casi todas las villas se asentaron en zonas anegables, sobre suelos contaminados y algunos, incluso, en antiguos basurales. Por esta razón, es necesario hacer notar que los problemas de salud proliferan en estas poblaciones. No cuentan tampoco con los servicios mínimos de cloacas, de luz ni de gas, excepto por algunas conexiones que realizaron gobiernos pasados y el actual.

El reclamo de los villeros no se diferencia en demasía del de los inquilinos. Quieren ser reconocidos, escuchados y aceptados por los gobiernos, que a menudo no los registran como debería. Por este tiempo, las urbanizaciones comienzan a estar en los planes del Gobierno porteño, cuyos antecesores, a pesar de latiguear con discursos progresistas, nada hicieron. Si los planes del actual se cumplieran, en los próximos dos años, al menos la mitad de los habitantes de las villas serían objeto de la intervención estatal, en vía hacia la solución del problema de la urbanización de sus barrios (ver recuadro).

La urbanización incluiría, además, carta de ciudadanía para los moradores, porque legalizaría la posesión de las viviendas y la integración con el casco urbano, desde donde se los discrimina, se los victimiza y se los reconoce solamente cuando pasan a ser sujeto de las crónicas policiales. Ni es necesario acotar que el mejoramiento de sus viviendas y del hábitat circundante sería un aporte inestimable a la mejora en la calidad de vida de alrededor de 250 mil habitantes de la Ciudad, que viven en condiciones tan precarias.

Anteriormente, se ensañó con los villeros la dictadura militar, que en lugar de radicar esos barrios, comenzó un proceso de expulsión que solo tenía como objetivo invisibilizarlos. El recurso era siempre el mismo: llegaban los camiones –previo proceso de amedrentamiento a cargo de fuerzas militares–, cargaban las escasas posesiones de los villeros y las depositaban en algún lugar lejano a la Ciudad. Sin piedad, se echaba a los supuestos indeseables, pero no se solucionaba su problema principal.

En las décadas de 1980 y 1990, las villas recibieron a una nueva camada de habitantes: los desocupados de la desindustrialización provocada por la dictadura, una política que ni Raúl Alfonsín ni Carlos Menem atinaron a rectificar.

El proceso para el nacimiento de una villa es casi siempre el mismo. Un grupo de personas ocupa un terreno –generalmente, aunque no exclusivamente– fiscal y luego comienza a construir sus viviendas precarias desordenadamente, sin planificar nada más que sobre la base de sus necesidades inmediatas.

Algunas veces, los que llegan posteriormente comienzan a plantear rudimentos de organización comunitaria, se construyen las viviendas con materiales más resistentes y comienzan a solicitar los servicios públicos y a construir espacios comunitarios, a veces provistos por el propio Estado. La organización comunitaria nace de estos hechos sencillos y crece cuando se establecen las normas de convivencia y los propios pobladores logran imponer la ley. Cuando esto no ocurre, la ley se impone a sangre y fuego y entonces quienes la imparten solo pueden ser narcos o policías. Solo ellos tienen la organización, el dinero y el poder para imponer su voluntad.

Cuando existen los delegados por manzana o se eligen juntas vecinales, los villeros logran que el Estado se ocupe de ellos. De lo contrario, su ausencia los deja a merced de la violencia, la arbitrariedad y el desamparo.

En este momento, el Gobierno porteño se encuentra desarrollando un programa de relocalización de los moradores del camino de sirga del Riachuelo por orden de la Corte Suprema de la Nación, que dio origen a la extensión de estos planes, que incluyen a los moradores de otros barrios. Esta razón impulsa el plan de radicación de otras villas no relacionadas con la contaminación del Riachuelo, por lo que allí se abre una oportunidad de desarrollar la política de vivienda que hasta ahora nunca existió.

Hoteles y pensiones

Surgieron a raíz de la intervención estatal, a partir de 1945. Esta consistió en limitar los abusos de poder de los propietarios de inquilinatos y conventillos, que ejercían un capitalismo primitivo, es decir, que elevaban sus precios sin una contrapartida en los servicios que prestaban a sus usuarios.

Pero los tiempos de la justicia social se acabaron en 1955 y aún peor en las décadas del 60 y del 70, cuando se aplicó la liberación, pero de precios. Para cerrar la pinza, las desregulaciones en el mercado de la vivienda provocaron fuertes aumentos en la renta, además de permitir la revancha de los dueños, que comenzaron a ejercer el derecho de admisión y a acortar los tiempos de residencia. Es necesario aclarar que estas dos últimas circunstancias tenían que ver con los desmedidos aumentos de sus tarifas.

Los hoteles alquilan habitaciones, generalmente precarias, para uso individual o familiar. El derecho de admisión tiene que ver a menudo con que en muchos de ellos, si están llenos, no aceptan familias con hijos pequeños. Los contratos de locación suelen ser cortos, se paga por día o por semana y el riesgo de desalojo es constante. Si el dueño de repente quiere aumentar la renta y el locatario le pide que no lo haga, le basta con salir al mercado a conseguir otro inquilino y expulsará al insolvente, a veces con la complicidad policial.

La precarización de este sector tiene que ver con los elevados alquileres y con la posibilidad del desalojo. Para peor, en muchos hoteles se exige el pago por adelantado de las piezas. Las condiciones de habitabilidad son similares a las de otras viviendas porteñas, aunque en este caso, los propietarios no invierten en su mejoramiento: humedad, falta de cocinas y riesgo edilicio.

Por contrapartida, hay muchas familias y habitantes individuales en estos hoteles que fueron beneficiados con el Decreto 690/06, que les otorgó un subsidio habitacional mediante el Programa Atención a Familias en Situación de Calle del Ministerio de Desarrollo Social del Gobierno porteño.

Los núcleos habitacionales transitorios

Surgieron en la dictadura militar que medió entre 1966 y 1973, la mal llamada “Revolución Argentina”. El proyecto original era trasladar a los habitantes de algunas villas a núcleos habitacionales verdaderos, pero previamente deberían pasar por una especie de Purgatorio, que eran los NHT. Allí deberían adquirir hábitos “civilizados”, como parte de un proyecto de promoción social.

La característica de estas poblaciones era la transitoriedad, se suponía, pero hoy siguen viviendo en los mismos lugares, cuarenta años después. Existen dos NHT, el de Zavaleta y el de avenida Eva Perón al 6600, que lleva el antiguo nombre de NHT Avenida del Trabajo.

Las casas tomadas

La ocupación de casas deshabitadas, al estilo de los squatters holandeses, que comenzaron a hacerlo en las décadas del sesenta y setenta, comenzó en nuestro país con el advenimiento de la democracia, a partir de 1983.

Los protagonistas de estas acciones eran desocupados y personas sin techo, que comenzaron a tomar viviendas que se encontraban casi siempre en estado de fuerte deterioro. Una de sus principales organizadoras fue Norma Kennedy, una antigua militante del peronismo devenida en líder del movimiento “okupa”.

Las condiciones en las que viven los asaltantes de viviendas son de una profunda precariedad, tal como los demás sectores descriptos en los párrafos anteriores. En estos lugares existe una organización interna, que a veces existía previamente. Para estos moradores, la principal preocupación es el desalojo, que los ronda permanentemente.

El Estado opera casi siempre en defensa de los propietarios de las viviendas, a la vez que observa con distanciamiento los problemas sociales que provocaron las tomas, sin diseñar las políticas habitacionales que podrían evitarlas.

Los asentamientos urbanos

Surgieron a partir de la crisis provocada por el neoliberalismo, a mediados de la década del 90, con un agravamiento causado por la crisis de 2001.

Los asentamientos son pequeños conjuntos de viviendas, construidas con materiales desechables, como cartón, nylon, chapas y maderas. No gozan de ningún tipo de infraestructura ni con los servicios básicos más elementales.

Similares en su conformación a las villas de emergencia, se distinguen por las dificultades para ser radicados definitivamente. Se erigen habitualmente en plazas, terrenos baldíos, otros cercanos a las vías ferroviarias, bajo las autopistas y los puentes.

Soluciones a la argentina

Existen además personas que se encuentran en situación de calle, que no se encuadran en ninguna de las modalidades descriptas. Habitan en general en lugares transitorios, aunque algunos poseen lugares definitivos.

Son hombres o mujeres solas/os o pequeños grupos familiares y su situación es de una extrema vulnerabilidad y marginalidad, quizás más que los demás. Suelen pernoctar en plazas, en locales abandonados en las veredas y en las puertas de algunos edificios, en los que la caridad de sus vecinos se los permite. Es tanta su precariedad, que cualquier incidente que provoque un vecino molesto con su presencia los llevará a un calabozo o a ser arrojados por las fuerzas policiales hasta lugares remotos, en los que no “molesten” a nadie.

La problemática habitacional es, en resumen, un problema estructural y no de coyuntura y demuestra que la concepción del estado oligárquico que instaló la dictadura a sangre y fuego sigue en vigencia y que la democracia no lo desmontó hasta hoy.

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