Desborde de violencia

Desborde de violencia

En los últimos días estalló una serie de linchamientos, que se repitieron a lo largo del país. Las víctimas son pobres y sus agresores, en general, de clase media. Las claves de una sociedad crispada.


Rosario. 22 de marzo. David Moreira, 18 años. Según cuentan en Azcuénaga, un barrio al oeste de esa ciudad santafesina, dos motochorros le arrebataron el bolso a una chica que caminaba con su nena. La chica gritó. Sobrevino la golpiza de los vecinos a uno de los pibes chorros, el otro escapó. David Moreira, el ajusticiado en cuestión, murió el martes 25, a la noche. Pero no fue el único linchado por estos días. Además, en el oeste de Rosario, una semana después, donde se acostumbra hacer rondas informales de protección, a la madrugada ocurrió otro episodio similar, a partir del cual un muchacho de 21 años terminó hospitalizado. En esa ciudad, ya cuentan por lo menos cinco casos semejantes. Como si se tratara de un pinball multiplicador de quienes buscan hacer justicia por mano propia, recientemente también se conocieron casos en La Rioja, Río Negro, Córdoba y en la Ciudad de Buenos Aires, en Palermo. Dicen que la bola de nieve del escarmiento, escarmiento de clase, es por la ausencia del Estado. Pero, ¿alguien puede afirmar con seguridad que el Estado está ausente en Coronel Díaz y Charcas?

Sin hurgar demasiado, vale señalar que la comisaría está a cuatro cuadras y media de esa esquina, pero los efectivos tardaron casi media hora en llegar al lugar de la paliza. El encargado de un edificio cercano terminó tirándose encima del chico para salvarlo de los golpes letales: ya había cobrado suficiente. “La gente está harta y se está metiendo más”, comentan por el barrio. Por repetición, “los chorros van a aprender”. El respeto, entienden, con sangre entra. En tanto, en las redes sociales se mofan del victimario devenido en víctima. Y piden más, quieren más. Entre el egoísmo y la xenofobia, se viralizan las fotos, los comentarios y los videos de los linchamientos, como el de David Moreira. Y así, se viraliza el odio.

“¿Querés ver chorros vos? Vení”, le dice Marcos, el personaje interpretado por Ricardo Darín a un supuesto inexperto y escrupuloso ladrón, Juan, personificado por Gastón Pauls, en Nueve reinas, de Fabián Bielinsky. Y le muestra: “Aquellos dos, esperando a alguno con un maletín del lado de la calle. Aquel está marcando puntos para una salidera. Están ahí –dice convincente Marcos– pero no los ves. Bueno, de eso se trata. Así que cuidá el maletín, la valija, la puerta, la ventana, el auto. Cuidá los ahorros. Cuidá el culo. Porque están ahí. Y van a estar siempre”. “Chorros…”, arriesga tímidamente Juan. “No, eso es para la gilada”, le retruca el otro, el que las sabe. Y sigue: “Son descuidistas. Culateros, abanicadores, gallos ciegos, biromistas, mecheras, garfios, pungas, boqueteros, escruchantes, arrebatadores, mostaceros, lanzas, bagalleros, pesqueros. Filos”. Están ahí pero no los vemos. Y cuando los vemos, ¿nos aflora el instinto animal? Es que, pisoteando el contrato social, ¿somos potenciales asesinos? Porque eso evidencian las escenas, al margen del cine, que estamos viviendo. Como los perros, cuando ataca uno, atacan todos.

En días en que Sergio Massa agita enfervorecido el discurso de mano dura fotografiándose con el exalcalde Rudolph Giuliani, frente a la inminente discusión por la reforma del Código Penal propuesta por el oficialismo –en donde el linchamiento no existe como figura legal pero sí puede concernir a un delito, como homicidio en riña (que tiene una pena menor) o agravado con uno o varios autores, según el caso–, lo que parece estar en el trasfondo de esta problemática –porque ya se trata de una problemática– es la marginalidad, por un lado, y la pena de muerte, por otro. Dos caras de la misma moneda social. “Ningún Código Penal puede legitimar o autorizar la violencia comunitaria ciudadana. Si se identifica dentro del grupo agresor, si se individualiza un responsable, ya se trata de homicidio agravado, no homicidio en situación de riña”, explica Maximiliano Rusconi, exfiscal general de la Nación y docente de Derecho Penal de la UBA. “Los casos que tuvieron repercusión mediática se alejan de la legítima defensa ya que sigue habiendo violencia aun cuando el delincuente no siga agrediendo. La defensa no es necesaria cuando el ladrón ya no es un peligro y lo que se debe hacer es presentarlo frente a una autoridad policial”, concluye. “La justicia por mano propia no es justicia, es venganza. Implica retroceder siglos”, considera, por su parte, Ricardo Gil Lavedra.

Este escenario ya no tiene la marca de 2001. Sin embargo, sigue rengueando. Es que con la igualdad de oportunidades no basta: nuestro norte debería garantizar la igualdad de resultados. Así, asistimos a un tiempo en que las generaciones ni-ni (jóvenes que no estudian ni trabajan) estiran su marcador. Y no alcanza, en absoluto, con tener asegurado el plato de comida. Aun así, lejos de aquellos a quienes les faltan los dientes, no conjugan bien los verbos y tuvieron de chiquitos los mocos pegados a la piel, como una denigrante marca de identidad colectiva, la condición ni-ni resulta un fenómeno que atraviesa a todos los estratos sociales. Ahora bien, el problema –el problema para los pobres– es cuando los ni-nis salen a robar y terminan molidos a golpes. ¿Y después? ¿Qué hay después? Atacar las causas de la desigualdad social sería una salida, achicar la brecha entre esa base piramidal, cada vez más ancha, y la cúspide, estrecha, siempre estrecha. Atacar las causas es también, a todas luces, combatir la complicidad política, policial y judicial que alimenta el delito, que es cada vez más violento. El Estado debe dar una respuesta.

“La inclusión social es el mejor antídoto para la violencia”, dijo el lunes en cadena nacional Cristina Fernández. E invitó a reflexionar: “No podemos pedirle a alguien para quien su vida no vale dos pesos que valore la del otro”. Aplausos. Más aplausos. Asegura Pacho O’Donnell que asistimos a un tiempo en que reina una descomposición social profunda, en donde la violencia es engendrada en la misma sociedad, no es un ente autonomizado. ¿Es la avidez de querer tener más y más la raíz del drama?

Cuando no se expone explícitamente, subyace en las discusiones, apenas asomando: pena de muerte. Al menos como pregunta, en el clímax del pedido de políticas de mano dura que, se sabe, no dan buenos resultados. Así, volvió el desfile mediático de quienes, muchas veces impulsados por su propio dolor de haber sido víctimas de la violencia y la delincuencia, instan por la ley del ojo por ojo, porque esto no se banca más, porque esto va a terminar como Colombia o como el DF mexicano. El interrogante: ¿el carterista debe morir? La aberración de ver a una embarazada tirada del tren puede generar en el momento una emoción violenta y hasta dar ganas de matar. Pero la embarazada no equivale a una cartera, con perdón de la persona pungueada en Palermo. No lo vale.

Y si hablamos de trasfondo, qué podemos contar de las políticas carcelarias, mediante las cuales debería morir el delincuente y no la persona. La resocialización, como les pasa a los locos, no resuena en esos depósitos.

Marcos Novaro, filósofo y sociólogo de la UBA, sostiene: “La cuestión de los linchamientos no es solo un problema sectorial, y la gente está al tanto de que es ilegal, sin embargo, está dispuesta a participar de esto, cuando en otra situación no lo hubiera hecho. Actúan como personas en estado de naturaleza. Y el pensamiento de la Presidenta justifica el problema. Eso es gravísimo, porque nos acerca a la anomia. La cotidianeidad supone faltas menores, por ejemplo, en el tránsito o respecto a leyes impositivas. Pero esa cotidianeidad se vuelve dramática cuando el contexto es mucho más amenazador, donde violamos justamente reglas de vida cotidiana. En ese sentido, caemos en lo extranormal, y eso significa una señal de alarma. Tenemos que detenernos a tiempo. Los seres humanos renunciamos al instinto privándonos de ciertas libertades, y estos episodios de furia grupal, de bestialización del comportamiento, de negación de la sociedad, hacen que haya escaso respeto por la vida en común”. No obstante, cree que “no hay que generalizar este fenómeno. Los gobiernos tienen que hacerse cargo. Dar certeza de que las fuerzas de seguridad van a hacer bien su trabajo”.

El día en que casi matan al pibe en Palermo, el escritor Diego Grillo Trubba pasaba por el lugar. El minuto a minuto de Twitter le permitió contarlo en carne viva: “Yo acababa de bajarme del coche de mi jefa. Cuando quiero cruzar Billinghurst hacia Coronel Díaz, veo un tumulto. Al principio, de lejos, lo que se veía era eso, un tumulto de gente. Personas que entraban corriendo hacia un edificio. De repente salían para unirse al tumulto. Ahí, un tipo grandote con uniforme de portero estaba arriba de un pibe de unos 16, 17 años, inmovilizándolo. Si no lo hubiera tenido cubriéndolo, lo mataban a patadas. Al pibe se lo llevaron totalmente ensangrentado. Tenía la cara prácticamente deformada, con un corte y un chichón arriba del ojo izquierdo. Era como si se turnaran para pegarle. Para que se entienda: de la boca le salía un río de sangre que primero formaba un charco en las baldosas y luego un reguero hacia la calle. Cada vez que el pibe daba signos de que recuperaba la conciencia, alguien salía de la multitud y le pateaba la cara. Estaban todos sacadísimos” (el miércoles, bajo el cargo de tentativa de robo, el muchacho ya se encontraba en libertad). Nelson Durisotti, presidente de la Asociación Barrio Recoleta, opina –quién puede contradecirlo– que “la gente está harta, pero eso no justifica como está actuando ni soluciona nada. Es absolutamente peligroso”. Y ofrece cifras del delito en la Ciudad, curiosamente concentradas en Palermo, el barrio de los linchamientos: “El 65 por ciento de los delitos en este barrio se da en la vía pública, con o sin arma. Y el 25 por ciento en los comercios”.

Mientras la izquierda sigue dejándole el resquicio a la derecha para hacerse cargo, a su modo, de la inseguridad, cuestión piantavotos si las hay, los medios de comunicación tratan irresponsablemente el tema, desde el “uno menos” de Eduardo Feinmann, cuando un delincuente cae muerto, hasta los programas que reportean a malvivientes que, impunemente, se jactan de que “entran y salen” como quieren de las cárceles y de cómo “meten caño”.

Volvamos al caso del carterista golpeado en el límite entre Recoleta y Palermo. Quienes les patearon la cabeza casi hasta matarlo, posiblemente no estaban viendo solo a un carterista, sino a un “chorro”, esa imagen construida de un “otro” sobre el cual pesan los asesinatos que otros delincuentes sí cometieron. Y que todos vimos por la tele y nos indignan. De ahí la necesidad imperiosa de un discurso responsable: porque estos brotes de locura social que últimamente vivimos nada tuvieron que ver con la justicia, solo generaron más asesinos. Mientras tanto, el odio se expande por Facebook, Twitter y en los comentarios que dejan los lectores en las noticias de la web. En Rosario, proliferan carteles en las calles con leyendas como “Vecinos organizados. Chorro, andate” o “Ratero, si venís a robar no vas a la comisaría. Te vamos a linchar”. Porque “el que las hace las paga”, con los huesos rotos, en principio. Y sobrevuela la pregunta, para volver al fondo, para no hundirnos, que se hace Pacho O’Donnell: ¿cómo hacemos para evitar el delito, si todo el tiempo te muestran lo que no tenés, lo que nunca a vas a tener?

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