Todo puede ser peor

Todo puede ser peor


“El poder es mío, mío”, puede decir sinceramente la actual vicepresidenta de la nación. Y nunca dirá “L’État, c’est moi, el Estado soy yo”, como Luis XIV. Es mucho trabajo para una mujer que ya estuvo en ese lugar ocho años y que en los últimos cuatro, entre cita y cita de la justicia por causas de corrupción, pergeñó un vengativo retorno hasta en los más mínimos detalles.

Los argentinos le piden al presidente Alberto Fernández que muestre su proyecto como jefe de estado. No es solo un plan económico sino un proyecto político lo que una figura de ese calibre debe expresar para cautivar a un pueblo que le dio un aval importante. Sin embargo, AF no es quien tiene el proyecto, es Cristina Fernández.

Ella tiene en su cabeza un proyecto político de largo alcance que trasciende a su propia existencia. Las visitas a Cuba no fueron en vano, ni se realizaron solo por la enfermedad de su hija Florencia. En realidad, Cristina fue muchísimas veces a Cuba antes de que la joven enfermara. Desde 2009 para ser precisos. Sus visitas estuvieron rodeadas de secretismo como todo lo que ocurre en esa isla que ideológicamente se niega a crecer y depende todo el tiempo, durante décadas desde 1960, de quienes asumen la presidencia de los Estados Unidos para sostener su épica antiimperialista.

Sin embargo, en todo ese lapso Cuba fue un factor determinante de ciertas políticas desplegadas en América Latina, con épocas fulgurantes por las coincidencias de presidentes con ideas similares, y otras francamente descartables por la inoperancia política de las izquierdas y los desequilibrantes ascensos de figuras de centro derecha que obstruyeron la construcción castrista.

Cuba se caracterizó desde el ascenso de Fidel Castro por la capacitación de cuadros políticos latinoamericanos en ideas de izquierda que no superaron el socialismo, razón por la cual no llegaron nunca al verdadero Comunismo: ni en la vieja Unión Soviética ni en Rusia, ni en Cuba ni en Venezuela. Sólo en Corea del Norte.

Por definición del propio Lenin, “el Comunismo es la fase superior del socialismo, es decir el Estado social en el cual no existe ni la propiedad privada de los medios de producción, ni el Estado, ni las clases sociales. En él un grupo humano no explota a otro, ni lo hacen entre sí”. Stalin pensaba diferente.

En el sistema de producción capitalista también se presentan dos etapas, la inferior que corresponde a la de la manufactura y la superior reflejada en la gran industria, basadas ambas en la propiedad privada capitalista de los medios de producción.

En la concepción comunista, tanto la etapa inferior como la etapa superior son dos periodos de un mismo modo de producción caracterizado por la propiedad social de los medios de producción. Sin embargo, la fase inferior -o sea el socialismo- contiene todavía rasgos de capitalismo, y recién en la superior se conformaría “la nueva sociedad”, que no sería otra que la proclamada “dictadura del proletariado”. O sea, todos seríamos proletarios, con una clase gobernante riquísima, con dinero tomado de las arcas estatales y viviendo en palacios arrebatados a los zares que nunca tuvimos. Pero, siempre hay algunos edificios burgueses que se podrían expropiar.

Ni la República de China se acerca a ese modelo después del despliegue capitalista de intercambio comercial internacional que hizo desde 1970 hasta el presente.

Estos conceptos se vierten para actualizar las visiones políticas, que no son originales pero comienzan a manifestar en Argentina signos de reproducción de un modelo a través de la operatividad máxima del Estado asistiendo a un porcentaje elevadísimo de la sociedad con fondos de la recaudación propia en vez de generar nuevos puestos de trabajo por medio de empresas recuperadas de los efectos devastadores de la cuarentena por el Covid 19.

La economía argentina atraviesa su peor etapa en la historia de los últimos cincuenta años, y la crisis no parece superable en un corto plazo, mucho menos con las propuestas oficiales que son simples parches de corta duración.

Si se agrega a ese panorama la apropiación de tierras por la fuerza en distintos puntos del país, en un avance desmedido contra la propiedad privada sin un freno contundente del gobierno y de la justicia, es de suponer que tal avasallamiento no constituye una preocupación para el kirchnerismo gobernante. Todo lo contrario, se estaría cumpliendo un aspecto importante de ese proyecto socialista con destino comunista en un país que no lo tolera y donde se podría generar un horizonte indeseable de conflictos a corto plazo.

El empobrecimiento argentino, que ascenderá a fines de este año a cerca del 50%, constituye un escenario favorable para un sometimiento gubernamental de las clases bajas sin capacidad de reacción. Ya hay 18.500.000 de pobres y  3.500.000 indigentes.  Paralelamente crece la conflictividad con el sector de clase media que siente la gravedad en su economía familiar desde que asumió el gobierno de los Fernández en diciembre pasado. El manejo de la crisis pandémica arrasó con cientos de miles de empresas medianas y pequeñas con las que habían alcanzado una independencia económica. La perdieron.

Se ha escuchado una y mil veces que los K quieren seguir el camino del chavismo en Venezuela, pero el proyecto del que se habló en párrafos anteriores supera esa experiencia plagada de barbaridades y violencia. Ese atropello es sólo superado por Nicaragua sin hacer ningún ruido. Y en todos lados, detrás está Cuba.

Hay antecedentes de enorme seducción de la revolución cubana en figuras de intelectuales argentinos, cautivados por la idea de bajar un día de una Sierra Maestra en algún punto del continente latinoamericano. Los cubanos fueron formadores de militantes, pensadores, maestros ideológicos de periodistas como Jorge Masetti y Rodolfo Whals, de John Williams Cooke, y hasta el Ché Guevara visitó a Arturo Frondizi durante su gobierno. Cuba siempre quiso poner una pata aquí pero el peronismo se lo impidió, como frenó el “entrismo” a que fue sometido una y otra vez.

Paradójica la historia latinoamericana, donde nunca se llega a buen puerto y jamás muere la confusión en las ideas, está atravesada por los extremismos. Es un medio continente donde la presión por imponer una revolución socialista cae una y otra vez en el mismo resultado, verificado en cada nación donde alcanza a hundir sus patas en el barro hasta los tobillos: la gente se va de esas naciones.

En Argentina está comenzando un éxodo que no es exilio pero se le parece bastante. La gente huye a Uruguay o a Paraguay, adonde puede, porque está harta de un país gobernado por inútiles o aprovechadores que cambian las reglas de juego y jamás otorgan previsibilidad a la existencia humana. En los últimos meses la economía argentina fue cerrando los grifos a causa de la pandemia pero también por un inconfesable objetivo de someter a la clase media, la única capaz de definir quién gana las elecciones, aunque se equivoque siempre. Es la más castigada, la que puede ahorrar porque aprendió a vivir de otra manera que no sea del Estado.

Ocurrió en Cuba cuando asumió Fidel Castro y se exiliaron en Miami millones de cubanos. Pasó en Venezuela de donde se fueron más de cinco millones de personas que trabajaban y mantenían una buena posición económica hasta que llegó el huracán Chávez. Ni que hablar de Nicaragua donde la prolongación de un socialismo perverso, autoritario y violento se mantiene a fuerza de pistolas y de muerte. A los cafetales nicaragüenses fueron militantes comunistas argentinos a prestar su colaboración romántica en la recolección de granos en la década del 90.

Eso es lo que hace un proyecto de revolución socialista del tipo cubano: expulsa gente de los territorios nacionales. No es una suposición, es una realidad verificada en los ejemplos dados. El proyecto se frustró cuando corría el siglo XXI: primero, la muerte de Néstor Kirchner, luego la de Hugo Chávez, a continuación la derrota del kirchnerismo en 2015, posteriormente la salida del poder del ecuatoriano Rafael Correa -también profugado para esquivar juicios sobre su corrupción-; le siguió la derrota de Lula da Silva en Brasil y la huida intempestiva de Evo Morales de Bolivia y su refugio en Argentina.

Hoy el proyecto socialista-comunista necesita un territorio y un gobierno afín para apoyarse e intentar plantar de nuevo la semilla revolucionaria.

Ese país es Argentina, ese gobierno es el de los Fernández, y el heredero -para darle mayores ribetes patéticos- es nada más y nada menos que un joven que apenas terminó la secundaria, fue unos pocos días a unas clases de periodismo en el Taller Escuela TEA de nivel terciario, y después amagó con estudiar Derecho, pero lo desanimaron las escalinatas de la facultad: Máximo Kirchner.

Se cuenta que su abuela Ofelia fue a buscarlo un día a TEA y le informaron que el alumno había concurrido a pocas clases, que desapareció y dejó de pagar las cuotas correspondientes.

El hombre que abandonó sus adicciones -entre ellas la play station- a cambio de una promesa de heredar el poder, que además cuenta con una fortuna de casi 500 millones de pesos y 27 propiedades, puede ser el próximo comandante de la revolución de las mandarinas.

 

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