La protesta y el orden: violencia o palabra

La protesta y el orden: violencia o palabra


Manifestaciones callejeras, desorden en el tránsito, protestas al por mayor. Frases reiteradas: “basta de estado ausente”, “que pongan más policía”. Y otras irreproducibles. ¿Qué tipo de orden debiéramos alcanzar? ¿el que se impone por la fuerza? ¿el que confunde protesta con delito? ¿o el orden necesario para convivir civilizada y democráticamente?

Se vuelve a debatir acerca del tipo de orden que necesitamos en el espacio público. Razonemos: ni mano dura ni viva la pepa. Ni el orden de los cuarteles ni el de las cárceles. Pero tampoco un relato idílico de las libertades absolutas sin reglas de juego.

Recuerdo cuando Perón nos advirtió (a los jóvenes de entonces) que los cambios se hacían “con sangre o con tiempo”. El Viejo, desde su propio tiempo acumulado, nos instaba sabiamente a valorar la acción perseverante –coherente en el tiempo- con racionalidad y paciencia docente para fundamentar y convencer (persuadir) sobre la transformación imprescindible a efectuar. Entonces, no supimos escucharlo. Hoy creo que cada día canta mejor.

¿Podremos construir democráticamente un nuevo orden en la calle con reglas de juego concertadas? Difícil, pero posible. La primera regla a aceptar es que la violencia va a contrapelo de cualquier política democrática. Sólo por excepción, si fuera imprescindible el uso de la fuerza estatal sólo sería para evitar un mal mayor, como último recurso y con estricto cumplimiento de protocolos y estándares internacionales.

La otra queja, la del “estado ausente” tiene doble filo: es malo si está ausente cuando debiera hacer vigentes los derechos sociales; pero es bueno que ausente a sus “fuerzas de seguridad” de las manifestaciones públicas, mientras persistan en entrenarlas bajo el paradigma del “combate”. Ese no es el modo para tratar reclamos sociales. Curiosamente tienen grupos especiales capacitados para negociar con delincuentes armados -en toma de rehenes o motines-, pero carecen –o no se percibe que tengan- personal capacitado para dialogar con la gente común cuando reclaman en la calle sus derechos. El enojo no es delito.

El orden en democracia no es el mismo orden que en un estado autoritario. Inevitablemente el orden democrático incluye un razonable previsible desorden hijo de las libertades públicas y de los derechos sectoriales: a peticionar, reunirse o hacer huelgas.

Bajo el paradigma de las garantías democráticas, el orden no se consigue por la fuerza sino por el diálogo que aborde el conflicto generador y provea un cauce de reparación Claro que para ello es necesario que el estado –u otra institución seria- cuente con profesionales especializados en conflictividad compleja.

Como nadie es inmune al ruido ambiente, suele ser difícil diagnosticar cada conflicto y pensar creativamente nuevos cauces. Ese pensar tiene una brújula: el orden público como valor social, que no debe eclipsar a ninguno de los otros valores democráticos. Entre ellos, los valores de los derechos humanos que son los que corren siempre el mayor riesgo, y son los de mayor jerarquía en la cadena axiológica, porque sustentan la Dignidad humana.

Estemos alerta ante el resurgimiento de ideas simples y represoras, porque hacen eco. Buena parte de nuestra sociedad, ante el miedo a la inseguridad, está muy cerca de aplaudir cualquier clase de orden. Y eso podría llevarnos a un “retroceso en cuatro patas”, como diría la inolvidable Maria Elena Walsh.

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