La partición bonaerense

La partición bonaerense


El debate sobre el tamaño de la provincia de Buenos Aires volvió sobre el tapete. Es un clásico que suele aparecer en la agenda político-mediática antes y después de cada elección, pero al breve tiempo se evapora y nada termina cambiando. Que si se la parte en dos o tres, que si hay fraude en sus núcleos duros semifeudales, que desequilibra el país, que está desfinanciada por la bendita Ley de Coparticipación alfonsinista, etcétera.

Todo debate es bienvenido, y algunos de ellos, necesarios. El rol de la Provincia en el entramado político y económico del país y el destino de sus heterogéneos 16 millones de habitantes –muchos de ellos viven en situación paupérrima– son discusiones pendientes, no tanto porque no se realicen, sino porque nunca se resuelven.

Por eso surgió con cierto impacto e interés la propuesta del candidato a vicepresidente Lucas Llach, compañero de fórmula del radical Ernesto Sanz en el frente Cambiemos. El joven economista plantea la división de la Provincia en tres partes como uno de los caminos para resolver la inviabilidad actual bonaerense.

Consultada al respecto, la precandidata a gobernadora de Cambiemos, María Eugenia Vidal, sorprendió con su respuesta: “Queremos saber más de la propuesta, ya hablamos con el equipo de ellos para tener una reunión y entender mejor de qué se trata”, sostuvo durante una recorrida por Lanús.

Esta no es la primera vez que se vierte una idea de este estilo en una campaña presidencial. En 2003, Carlos Menem promovía dividir en dos la provincia de Buenos Aires para restarle poder a su archienemigo dentro del PJ en aquel momento, el entonces presidente Eduardo Duhalde. El riojano nunca profundizó mucho al respecto y se negó a participar del balotaje, por lo cual él y sus promesas quedaron en el camino.

La propuesta de Llach, en rigor de verdad, fue formulada hace diez años y está basada en la tesis doctoral del politólogo Andrés Malamud. El compañero de Sanz cree necesario crear tres nuevos territorios, uno al noreste, otro al sureste y el tercero en toda la mitad oeste (los denomina Cien Chivilcoy, Atlántica y Tierra del Indio). Así, habría tres nuevas provincias con alrededor de seis, ocho y dos millones de habitantes, respectivamente.

Uno de los objetivos contemplados en la iniciativa es que, con la partición, la Argentina ya no tendrá más “un monstruo que puede sitiar a la Capital y voltear al gobierno del país con sus 70 diputados”, una teoría que refleja el clima de época en la que se esbozó, cuando aún estaban frescos los ecos de la alianza PJ-UCR bonaerense que se unió para empujar al deslegitimado Fernando de la Rúa del poder e instalar a Eduardo Duhalde.

Esta tesis hoy no cuaja. A la Provincia se la ve como un aliado del PJ oficialista más por la marea de votos que representa que por su poder legislativo. Además, 70 bancas de un total de 257 es tan solo el 28 por ciento del total, una grave subrepresentación de los 11,8 millones de votantes bonaerenses que debería subsanarse, y que tiene su correlato en la sobrerrepresentación de provincias del NOA o de la Patagonia (cuyos legisladores son en promedio más funcionales a los intereses del statu quo bonaerense que muchos de los electos en la Provincia).

Otra arista de la tesis de Llach, que en la práctica parece no tener sentido, es que la partición incluya al Conurbano bonaerense. La frontera territorial que el graduado de Harvard propone entre Cien Chivilcoy y Atlántica es el municipio de La Matanza. Es decir, independizar la Tercera Sección de la Primera y que el borde norte matancero sea un límite político entre las dos nuevas provincias.

Si algo demostró estos últimos ocho años de enfrentamiento entre el Gobierno de la Ciudad Autónoma con la Casa Rosada es la inconveniencia de que haya tres jurisdicciones con competencias distintas entremezcladas en la misma área metropolitana (y eso sin contar las intendencias), trayendo atolladeros políticos en temas como el transporte, la seguridad y la basura.

La necesidad que tiene nuestra megalópolis es de articular e integrarse mucho más para resolver los problemas, y no agregarle una cuarta jurisdicción. Tal vez sería más propicio crear un gran gobierno metropolitano, al estilo Distrito Federal mexicano o Tokio, con comunas descentralizadas pero con poder real y que contenga al primer cordón del Conurbano y partes del segundo, fusionado con la Ciudad.

También es como mínimo revisable la noción de que conspira contra el desarrollo argentino tener una cabeza de Goliat –demográficamente hablando– como Buenos Aires (cuya población equivale a Córdoba, Santa Fe, Capital Federal, Mendoza, Tucumán y Entre Ríos sumadas). Otros países vecinos también tienen concentraciones poblacionales similares (Chile con Santiago, Perú con Lima, Uruguay con Montevideo) y allí no parece jugar intrínsecamente en contra.

Pero todo es discutible. Lo importante es el aporte de Llach a un debate pendiente sobre cómo hacer más políticamente viable (y más vivible para sus ciudadanos) la provincia de Buenos Aires, que con los años, en vez de homogeneizarse, fue profundizando la grieta entre el Conurbano y su interior, empeorando la calidad de vida de su gente, aumentando la dependencia de la ayuda del Gobierno nacional y perpetuando todos sus problemas.

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