¿Lo quiere con algo más? Con tu rebeldía

¿Lo quiere con algo más? Con tu rebeldía

Quién sabe si un café en jarrito no levanta la autoestima más que en pocillo común.


La venta inducida es una de las peores cosas del mundo. Es donde el capitalismo arruina no sólo la vida de los trabajadores por el viejo e irresuelto asunto de robarles la plusvalía, por la eterna enajenación y por la cada vez más perversa invitación a una fiesta simbólica a la que NO pueden ir.

Con la venta inducida, cotidianamente, en cada recorrida por el salón que los mozos de los negocios que la tienen adoptada, se pierde, minuto a minuto, café a café, la naturalidad del diálogo con el compañero gastronómico, y se borra, se elude, algo ineludible: la memoria común con los clientes. “Lo de siempre”, lo que uno tomaba en el mismo café a la misma hora, se transforma en el Havanna de Avenida de Mayo y Perú, al que vamos todos en: “¿lo quiere normal o en jarrito? “Nena, yo quiero un mundo mejor, quiero que labures menos, que la pases mejor, que puedas estudiar y tener una vida y ahora, quiero un café, un café, viste, lo quiero negro, normal, en pocillo, en tacita, viste, una de esas blancas, que son de loza, café, qué sé yo ca-fé, coffee, si te cabe más”.

Soledad, Natalia o Johnatan, o cualquiera que te atienda con esos mamelucos marrones de encargados de edificio, no tiene más remedio que hacerte la pregunta extra –porque siempre puede haber un supervisor entre las mesas–, un pobre ratón al que le pagan por denunciar a los trabajadores que no se sumen alegremente a la venta inducida. Es obvio que Havanna y todos los negocios que lo aplican, ganan más dinero con eso.

Siempre hay gente que no puede resistir el impulso del vendedor. El bien extra, el poco más, el chorrito de agua adicional es muy tentador para la masa de ansiosos orales y, tal vez, hay algo menos psicológico y más del orden de la sociología o de la batalla simbólica por las jerarquías. Quién sabe si un café en jarrito no levanta la autoestima o no hace suponer a los ganapanes abnegados que están comiendo ostras con la princesa de Mónaco, antes de entrar al banco, a sellar.

Campo para que los fenómenos que se dedican al marketing operen, como se ve, hay de sobra, la gente siempre tiene debilidades afectivas y nadie puede estar enteramente seguro todo el día. “¿Quiere un alfajor?” “Ehhh, bueno”. No querías alfajor, te comés un alfajor porque sí, porque Natalia cumplió con el manual. La tenés más que clara, pero el simple hecho de estar relajado, de ir a tomar algo con alguien que te hace sentir bien, generó las condiciones para que no estés a la defensiva y ahí ataca Havanna con su venta inducida. No es justo. Y si no es justo, no está bien y alguien debería defendernos.

Mientras esperamos, digamos algunas cosas más. La venta inducida, conocida también como up-selling y cross selling, que es cuando te ofrecen el conito de dulce de leche, porque qué lindo es mezclar harina con café, tiene un límite, el hartazgo. Ahí es cuando los marketineros diagnostican la durabilidad del cliente. Ok, durante un tiempo les vendemos más, pero los pudrimos demasiado pronto. Suman a eso, sin desearlo –pero no lo pueden evitar porque se les cae la rentabilidad–, la pésima política de personal que tienen por la falta de estímulos y crecimiento que hay en los locales. Hoy sirvo el café, mañana lo preparo, pasado estoy en la caja y después me exilio. Veremos, entonces, quién huye primero de tanta preguntita perversa. No quiero más nada, man. Bastante tengo con someterme a tu proximidad de la oficina.

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