Piratas: el garfio invisible del mercado

Piratas: el garfio invisible del mercado

El economista norteamericano Peter Leeson consideró que la economía de los piratas era comparable a la de otras actividades comerciales.


El economista norteamericano Peter Leeson consideró que la economía de los piratas era comparable a la de otras actividades comerciales. Incluso las consideró progresistas, en algunos aspectos. Las comparaciones.

E l economista de la George Mason University Peter Leeson escribió un interesante trabajo, titulado “El Garfio Invisible-La Economía Oculta de los Piratas”, en el que analizó los códigos comerciales de la piratería, a los que consideró tan destacables como los que rigen en cualquier otra actividad empresarial.

En lugar de “la mano invisible del mercado” de Adam Smith, Leeson ironizó sobre ella, convirtiéndola en “el garfio invisible”, trastocando algunos principios del capitalismo arraigados en el siglo pasado, que santificaron la actividad empresarial, a pesar de los devastadores costos sociales que acarrea a menudo.

El economista calificó a las sociedades de piratería como igualitarias, ordenadoras y productoras de “beneficios socialmente deseables”. Consideró además que eran organizaciones “ilustradas”, democráticas y abiertas a la diversidad, como cualquier modelo capitalista que se precie. Incluso traza en algún pasaje un paralelismo entre los mercaderes y los piratas.

Para exponer su carácter igualitario y abierto a la diversidad, Leeson puso como ejemplo que en las naves mercantes británicas muchos hombres negros navegaban como esclavos, cuando no se los traficaba directamente como tales. Existían marineros negros que trabajaban embarcados y, además, barcos negreros tripulados por blancos que transportaban a hombres y mujeres de raza negra desde su África natal hasta los países en los que se los hacía trabajar a latigazos hasta el día final de sus vidas.

Por el contrario, destaca el economista, “algunos barcos piratas integraban a hombres negros a sus tripulaciones como miembros libres y de pleno derecho” (full-fledged and free members).

En este sentido Leeson halla que “por la necesidad del interés propio, los delincuentes desordenados, desagradables y violentos se las arreglaban para mantener sociedades sorprendentemente ordenadas, cooperativas y pacíficas a bordo de sus barcos”.

Más aún. A menudo, los piratas perseguían a las naves que eran su presa y evitaban en lo posible hacerles daño. No era a causa de la natural bondad de los filibusteros, sino porque un barco sano era más rentable y si además no había combate, se evitaban las bajas y los daños en sus propias naves.

Por el contrario, cuando los capitanes se resistían al asalto o tiraban por la borda sus mercancías valiosas o escondían el codiciado botín en alguna parte secreta de sus barcos, las represalias podían llegar a ser crueles y solían culminar con baños de sangre, violaciones y toda la panoplia de barbaridades de las que eran capaces los piratas.

Pero, en ocasiones los piratas eran capaces de firmar pactos de caballeros. Si asaltaban un barco y secuestraban a los miembros más ricos de su pasaje, el secuestrado podía irse a casa si firmaba una letra (equivalente hoy en día a un cheque diferido) que lo obligaba a pagar una determinada suma de dinero.

Se llamaba “Contrato de Parole”. Lo firmaba generalmente el propietario del barco y era un documento que en ocasiones se negociaba en los mercados financieros, porque era perfectamente legal. Para que esa validez fuera rubricada, el pirata debía poseer su “patente de corso” en regla. Estos documentos eran cambiados por efectivo en los mercados financieros de las Indias Occidentales o en Londres, adonde llegaron alguna vez a ser utilizados como medios de pago en procesos judiciales debidos a deudas comerciales.

Se preguntaba luego el economista si “¿pueden las ganancias de la actividad criminal generar beneficios socialmente deseables? La mayoría de los economistas y expertos legales contestaría con un inequívoco ‘no’. Según estos académicos, los ladrones transfieren recursos desde prósperos productores hacia ellos mismos. Haciéndolo, se generan pesadas pérdidas. Aunque la búsqueda de su propio interés por parte de las personas legítimas puede llevar a beneficios socialmente aceptables, estos expertos creen que la búsqueda del interés criminal no puede lograr el mismo resultado benéfico”.

Luego, adentrándose en aguas peligrosas, Leeson evalúa que “es seguro que el latrocinio es socialmente destructivo. Pero esta evaluación falla al apreciar que la búsqueda del propio interés criminal puede generar involuntarios y aún, en algunos casos, deseables consecuencias. Aunque el robo no puede hacer más rica a una sociedad, esto no significa que la mano invisible esté totalmente paralizada cuando ésta viene de la búsqueda del propio interés criminal. De hecho, la persecución de beneficios criminales puede producir públicamente laudables beneficios, cuando la búsqueda del propio interés por parte de personas legítimas no lo puede hacer”. ¿Será capaz el lector de notar alguna diferencia con el lavado de dinero del narcotráfico?

Llegados a este punto, es necesario hacer un alto y preguntarse: ¿es tan diferente el trasfondo de los antiguos negocios de los piratas, con los que llevan a cabo algunas poderosas empresas multinacionales? ¿Las compañías mineras, que saturan con mercurio las tierras para extraer los minerales, dejando detrás de su accionar la tierra arrasada y los ríos infectados, no ejecutan actos ilegales –y aún criminales-, aunque los gobiernos les permitan contaminar libremente?

Las actividades de La Forestal, que talaron el 90 por ciento de los árboles de quebracho en el norte de Santa Fe y el sur de Chaco, dejando tras de ellos un desierto, no guardaban demasiadas diferencias con las artes de piratería que ejercían Teach, Morgan, Rakham y Nau. Como mínimo, los empresarios ingleses fueron tan dañinos y saquearon tanto como aquellos hombres del Siglo XVII, que eran considerados como bandidos. Los de La Forestal fueron crímenes más modernos, aunque no tan diferentes, se podría decir, sin caer en el sacrilegio.

El capitalismo se convirtió en los últimos cuarenta años en la antesala del desastre. Cientos de empresas dejaron tras ellos mares corrompidos, tierras saqueadas y desertificadas, ríos contaminados y comunidades enteras asesinadas por su codicia (recordar la absurda guerra en Rwanda). A esto habría que agregarle un crimen mucho peor: la temperatura de los mares y de la atmósfera se elevó tanto que los expertos anticiparon que en cincuenta años –podrían ser menos- los mares podrían elevarse y muchas comunidades deberían ser evacuadas. Ni hablar de los otros efectos del calentamiento global, como las sequías, las inundaciones, la aparición de nuevas enfermedades, la disminución del agua dulce (que además está contaminada en muchas partes), la extinción de especies animales, humanas y vegetales y el cambio de los patrones climáticos. Cada una de estas catástrofes podría ser terriblemente dañina. Todas juntas podrían ser la causa del fin de la vida humana, tal como la conocemos hoy.

Al fin y al cabo, pareciera que nadie podría ser más malvado que Jean David Nau, El Olonés, que en una ocasión asaltó Maracaibo (Venezuela), tomó prisionero a un residente y lo conminó a que le dijera adónde se escondían los tesoros de la ciudad. El valeroso español se negó, a pesar de las torturas que sufrió. Entonces el francés, preso de la furia, tomó un gran cuchillo, le asestó un gran tajo en el pecho y le arrancó el corazón. Luego, se lo entregó a uno de sus secuaces y se lo hizo comer cuando aún la carne estaba palpitante. Esta historia la relató muchos años después el médico de su flota, Alexandre Olivier Exquemelin.

El crimen fue atroz e impresionante para los estómagos de los civilizados ciudadanos que somos los habitantes de esta ciudad portuaria en el Siglo XXI, pero en Rwanda las bandas armadas de la etnia hutu entraban en las aldeas de sus enemigos tutsis y asesinaban a hombres, mujeres y niños, luego los quemaban y en ocasiones los mutilaban. Todo por unos pozos petroleros.

Quizás los directivos de la empresa de petróleo y gas francesa Total no sean tan diferentes a su compatriota Jean David Nau, finalmente. Y, como ellos, muchos otros respetados directivos de grandes empresas podrían ser parangonados con otros piratas, saqueadores y ladrones famosos. Sus métodos no son tan diferentes, al fin y al cabo.

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