“El Camino de Cintura tiene que dejar de ser un muro que separa a los que viven bien de los que viven mal”

“El Camino de Cintura tiene que dejar de ser un muro que separa a los que viven bien de los que viven mal”

Así lo afirma Alejandro Finocchiaro, ministro de Educación, hincha de Boca y matancero. En la nota, el funcionario recorre aspectos poco conocidos de su historia y, sobre todo, los planes que sueña para el distrito.


Una biblioteca inagotable y varios títulos académicos son fotos que presentan bien a cualquier funcionario público. Más aún, si se trata de un Ministro de Educación. Pero es domingo y, mientras prepara un asado para su familia: Sophia, Alejandro y Cecilia en su casa de Devoto, conversa con uno de sus asesores por el altavoz de su celular. Su carrera profesional lo tiene apartado de las canchas, pero el hombre, abogado y doctor en Historia, aprovecha la charla para preguntar sobre el próximo partido de Boca Juniors y el desarrollo del campeonato. Así, entre sus nuevas responsabilidades, su familia y sus pasiones, Alejandro Finocchiaro conversa con Noticias Urbanas.

Yo no soy hincha de Boca. Soy bostero, que es algo muy distinto, aclara.  A nosotros nos gusta ver que el equipo gane, no importa mucho el cómo. Pero tal vez es mejor que eso lo explique Palermo.

Viene de ser ministro de María Eugenia Vidal y ahora ocupa el cargo a nivel nacional. ¿Todavía tiene tiempo para dedicarle a su capítulo más personal?

Mi trabajo es un deber público y es cierto que eso requiere mucho tiempo. Cuando asumimos nos encontramos con muchos desafíos y afrontarlos requiere desarrollar proyectos, intervenir en situaciones conflictivas, responder consultas y, ahora también -ríe- viajar por todo el país. Eso lleva mucho tiempo, claro que sí. Pero también es importante no perder el vínculo con lo que nos hace ciudadanos, que en definitiva es lo que nos impulsa a ocupar el rol para el que fuimos elegidos. Siempre trato de estar cerca de mis hijos y de Cecilia, aunque sea compartiendo una conversación por teléfono, dos minutos en el desayuno, o el rato que siempre guardamos para estar juntos y charlar solos a la noche, en la galería, con mi esposa. Porque es con ellos que encuentro mis motivaciones. Ellos son un pilar en mi vida y me demuestran que esto vale la pena.

¿Y la docencia?

Creo que siempre me imaginé siendo docente.  Además de que me apasiona enseñar, es una gran terapia. Me apasiona porque es el momento donde no hay celulares. La tarea de los docentes sigue siendo sacar lo mejor de cada uno de sus estudiantes para que puedan proyectarse a lo largo de sus vidas. Por eso sigo dando clases en la UBA y en La (Universidad) Matanza, que es una institución modelo que forma a muchos profesionales de calidad y donde tuve la oportunidad de ser decano del Departamento de Derecho.

¿Y cómo se saca lo mejor de cada alumno?

Qué buena pregunta. Los miércoles doy Teoría del Estado para estudiantes de abogacía y siempre les digo que el mejor de la clase va a ser el que tenga herramientas para debatir mano a mano con su profesor. Muchos son primera generación universitaria de sus familias, ¿de qué sirve que repitan todo lo que yo digo?

¿Le tocó tener maestros o profesores que hayan sacado lo mejor de usted?

Mi primera maestra fue mi mamá, que era maestra normal nacional y daba clases en las islas del Delta del Tigre. Cuando yo tenía entre cuatro y cinco años me enseñó a leer.

Ella me leía por las noches y resulta que a la mañana siguiente siempre me quedaba con la historia a medias y  pedía que me siga leyendo, pero obviamete ella tenía que ir a trabajar, Entonces un día le pedí que me enseñara.

La paradoja es que eso me generó algunos problemas cuando entré a primer grado porque mientras mis compañeros aprendían yo me la pasaba en penitencia porque me aburría mucho y no me portaba muy bien… Por suerte después me tocó Zoraida. Recién había empezado tercer grado, me acuerdo perfectamente, un día no sé qué macana me mandé y me pidió que me quede a hablar con ella en el recreo. Ese día se sentó en frente mío y me dijo: “Me habían dicho que vos eras un poquito más inteligente que esto. Lo que hiciste es tan tonto que ni siquiera da para que te ponga una penitencia”. Esas palabras, que no fueron un castigo tal cual se hacía por esos tiempos, me hicieron darme cuenta y, aunque no me lo crean, ese año terminé con muy buena conducta.

¿Zoraida era de escuela pública o privada?

Tengo la suerte de ser hijo de la escuela pública. Hice ahí mi primaria. Después tuve la fortuna de ser el primero de la familia en ingresar a la universidad. Después terminé mis estudios de posgrado en privadas pero me considero un hijo de la pública, sin dudas.

Nombraste a tu madre maestra, ¿Y tu padre?

Mi padre fue uno de mis mayores ejemplos.  A los catorce años y teniendo solo la primaria se vino desde Chivilcoy a trabajar al puerto de San Fernando. Ahí se conocieron con mi mamá y comenzaron su historia. Nunca sobró nada en casa, me acuerdo que alquilábamos y cada dos años nos teníamos que mudar a una casa igual a la anterior, chiquita, con el baño en el fondo. Así fue que llegamos a La Matanza, que es el lugar donde coseché mis grandes amistades y recuerdos de chico, de adolescente y hasta de adulto. Ya viviendo ahí en la Matanza fue cuando mi viejo consiguió trabajo en un Laboratorio como visitador médico y de a poco empezamos a mejorar.

¿Podrías decir que  legado de tus padres es el esfuerzo frente a la adversidad?

En 1977, mi papá entró a trabajar como vendedor de una empresa que comercializaba freezers industriales. Estaba muy entusiasmado, pero un día llegó a la empresa y no había nada, se habían ido. Fue una época muy dura, él salía a buscar trabajo todos los días y volvía con un paquete de fideos o un pedazo de manteca. También tengo un recuerdo muy profundo de dos días de 1979, porque fueron los dos únicos días que vi a mi viejo quedarse en casa y no ir a trabajar porque tenía neumonía.

En mi casa no era pensable que alguien pudiera faltar a trabajar, o faltar al colegio porque sí. O no cumplir con lo que uno tenía que cumplir. Nunca me lo dijeron, pero me lo mostraban todos los días con el ejemplo. Aunque nos faltaba mucho, los dos me insistían en que yo tenía que hacer esfuerzos y más esfuerzos para progresar. A la distancia, creo que también se puede ver como un desafío. Y bueno, algo aprendí de todo eso. Me permitió romper barreras y ser el primero en acceder a una casa propia o a los estudios universitarios que te mencionaba. Suena toda una epopeya pero la verdad es que es algo que todos los argentinos deberían poder tener.

¿Cuándo te preguntan vos cómo te definís? ¿Cómo matancero, cómo porteño, como de San Fernando?

Salvo cuando era muy chico viví en la mataza hasta los veintiocho años, con todo lo que eso implica. Soy Matancero. si tendré historias. Hace poco visité un jardín que al lado tiene una Sociedad de Fomento. Resulta que con mis amigos teníamos un equipo de fútbol que se llamaba El Pulpo Negro y fuimos a jugar ahí muchas veces contra los locales, que les decíamos Rancho de Goma. Hasta me acuerdo que una vez les ganamos una final,  un domingo con 400 personas mirándonos. Una locura total, una épica. Pero, más allá del fútbol, desearía que los matanceros y las matanceras no tengan que padecer las carencias de otras épocas porque es un distrito con mucho potencial y muchos sueños por cumplir.

Desde lo partidario, asumí la presidencia del PRO en el distrito. Aspiro a que algún día podamos hablar de Matanza y contar cosas hermosas, como lo es su universidad, en vez de ver noticias de pobreza e inseguridad.

¿Qué Matanza es la que te gustaría ver?

La Matanza que sueño es una Matanza donde la gente no tenga que pedir el asfalto, la cloaca, el agua, cosas que a esta altura me indignan que sigan pendientes. Donde haya transparencia y el Estado acompañe a las PyMES, y les permita crecer, en lugar de someterlos con habilitaciones provisorias que no los dejan despegar. Por otra parte, pareciera que el Camino de Cintura establece un muro imaginario donde la gente que vive de un lado está bien y los del otro están condenados a vivir siempre mal. Pero no tiene ser así: los muros fueron construidos para ser derribados, siempre.

¿Los libros que escribe tienen ese mismo propósito?

Soy un hombre de la academia, me encanta escribir. Obviamente que no lo hago por hobbie, sino porque creo que puedo aportar algo más desde ese lugar. Parte de nuestro capital está sobre esos estantes -señala una de las bibliotecas que tiene en su escritorio-, pero el mundo continúa evolucionando y es importante que ayudemos a que el conocimiento que lo analiza también avance. Igual, -bromea mientras toca unos ejemplares con un marcado gesto de cariño- estos libros no los presto. Siempre leí mucho, para mí la lectura, sobre todo en los años muy duros económicamente para mi familia, me hacía evadir de la realidad. Yo leía la vuelta al mundo en 80 días de Julio Verne y no me sentía en la casa de Villa Constructora.

Entre sus múltiples tareas también es Embajador de la Argentina ante la Alianza Internacional para la Memoria del Holocausto. ¿Dónde comienza su vínculo con este tema?

Es una tarea muy importante. Siempre pienso que el holocausto es lo más atroz que ha visto la humanidad en toda su historia. Sin embargo, tendemos a vincularlo solo como un hecho del pasado. Pero la Shoá no es solo lo que nos pasó, forma parte del presente como un recordatorio de lo que no queremos para el futuro. Cuando trabajamos en Mujeres de la Shoá, un documental que hicimos desde la UNLaM para el Día de la Mujer en homenaje a las víctimas del nazismo, conocí a muchas sobrevivientes y las comprendí: ellas no tienen rencor, lo que transmiten es esperanza.

Nuestro país también está atravesado por la discriminación.

Por eso, lo mejor que podemos hacer es educar a nuestros niños y jóvenes en la diversidad. Que puedan reconocer en sus espacios comunes, en la  escuela, el club, la calle, que todos somos iguales pero diferentes. Entendiendo al otro, a su cultura, sus costumbres, aprendiendo a convivir. Uno de los desafíos que tenemos en los próximos años es ayudar a  generar espacios y herramientas para que los diferentes grupos sociales puedan acceder a una pluralidad de miradas y llegar a las nuevas generaciones con un mensaje que los movilice, que los interpele y los haga reflexionar. Hay que recordar el pasado, pero siempre pensando en el futuro, mirando más allá del presente.

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