Se cumplieron 61 años de la Operación Masacre

Se cumplieron 61 años de la Operación Masacre

Hace 61 años, la policía secuestró y fusiló a 12 argentinos, de los que cinco murieron. Fue en un basural de José León Suárez. Rodolfo Walsh, que descubrió y documentó el crimen, también fue asesinado


Hacía un frío que calaba hasta los huesos aquella noche del nueve de junio de 1956. En el Luna Park estaba puesta esa noche la atención de muchos argentinos. Allí peleaban el campeón argentino y sudamericano Eduardo Lausse con el chileno Humberto Loayza, un combate que despertaba tantas expectativas que muchos hombres se reunían en las casas para escuchar juntos la pelea.

Pero entre los fanáticos del boxeo había quienes estaban esperando otra cosa. Esa misma noche, en una casa de la calle Hipólito Yrigoyen 4159, en Florida, un grupo de diez miembros de la Resistencia Peronista aparentaban escuchar la pelea, mientras aguardaban a que llegarn otros conjurados.

Su plan era derrocar al gobierno que encabezaban el general Pedro Eugenio Aramburu y el vicealmirante Issac Francisco Rojas mediante un golpe de Estado igual al que ellos mismos habían perpetrado contra el general Juan Domingo Perón el 16 de septiembre de 1955, casi un año antes. El general Juan José Valle era el jefe de la intentona, que culminaría trágicamente apenas unas horas después.

A las 23:30, un fuerte contingente policial al mando del subjefe de la Policía de la Provincia de Bienos Aires, Desiderio Fernández Suárez llegó hasta la casa de Florida. Esperaban encontrar allí al segundo de Valle, el general Raúl Tanco. En el mismo terreno había dos casas. En la de adelante vivía Horacio Di Chiano, que le alquilaba la casa de atrás a Juan Torres.

Los policías irrumpen violentamente, bajo el mando operativo del jefe de la Unidad Regional San Martín, el comisario inspector Rodolfo González Moreno. La presencia de Fernández Suárez en el lugar obedecía a que esperaban encontrar allí a Tanco. El inquilino de la casa de atrás, Torres, que salía al pasillo en momentos en que entraban los policías, tuvo la presencia de ánimo suficiente como para escapar.

El resto de los presentes en la casa, son detenidos, junto a Di Chiano, el dueño de la casa delantera. Se llevan en varios vehículos a Carlos Lizaso, Nicolás Carranza, Francisco Garibotti, Vicente Rodríguez, Mario Brión, Norberto Gavino, Rogelio Díaz y Juan Carlos Livraga. También se llevan a Miguel Ángel Giunta, que no tenía conexión con la conspiración, de una casa vecina. Les dan un trato brutal e intimidatorio hasta que llegan a la Unidad Regional San Martín.

Poco después, llegan detenidos a la dependencia el expolicía Julio Troxler y Reinaldo Benavídez. Mientras todavía permanecen allí, a las 2:30 de la madrugada, los detenidos se enteran del fracaso de la sublevación, que había sido descubierta días antes, pero que había sido permitida para “dar el ejemplo” y extremar la represión.

En esos momentos, Fernández Moreno pide instrucciones a La Plata sobre el destino de los prisioneros y el propio Desiderio Fernández Suárez le da la orden de que se los lleve a “algún lugar” y los fusile. Ya había sido fusilados a esa hora los detenidos en la Escuela Industrial de Avellaneda, el teniente coronel José Albino Yrigoyen, el capitán Jorge Miguel Costales y los civiles Dante Hipólito Lugo, Norberto Ros, Clemente Braulio Ros y Osvaldo Alberto Albedro.

Fernández Moreno comienza entonces un patético deambular en busca de un lugar para matar a sus prisioneros. Primero se dirige al Liceo Militar General San Martín, donde se le deniega la colaboración. Desde allí vuelve a la dependencia policial y nuevamente pide instrucciones a Fernández Suárez, que le ratifica la orden de fusilarlos a todos. No sólo eso, sino que le ordena que lo haga inmediatamente y que encuentre por su cuenta un lugar adecuado para perpetrar el masivo asesinato que su conciencia rechaza, pero sus superiores le exigen.

A las 5:30 de la mañana, cuando el alba se aproxima, Fernández Moreno toma por la Ruta 8 hasta el Camino de Cintura, adonde dobla hacia la derecha, en dirección a la estación de José León Suárez, que queda a unos cuatro cinco kilómetros de la rotonda que queda en la confluencia de las dos vías.

A unos dos kilómetros y medio de la Ruta 8, sobre el Camino de cintura, encuentran un basural que les parece adecuado, en especial porque no hay ni luz ni casas cercanas. Bajan a los detenidos de a uno, pero Fernández Moreno, que venció los escrúpulos y ahora sólo espera no ser descubierto, avanza 300 metros más para encontrar el sitio ideal.

Por fin, lo encuentran. Debe haber sido dantesca la escena. Los detenidos son obligados a caminar mientras los vehículos policiales van detrás de ellos, iluminándolos con sus faros. De repente, Gavino se da cuenta de que van a matarlos. Sale corriendo, gritándole a Carranza que corra junto a él, pero el enorme corpachón de éste le dificulta los movimientos y se queda parado allí. Se da vuelta hacia sus captores, que aprestaban sus armas y les pide por sus hijos que no lo maten. No existe piedad en los ojos de sus enemigos y le disparan.

Entretanto, Díaz se escabulle del camión y se pierde en la noche como un fantasma. Los otros detenidos, que caminaban por el basural, corren en todas direcciones, intentando hurtar sus cuerpos a las balas. Garibotti también es alcanzado por el fuego de los mausers policiales y cae muerto al instante. Entretanto Livraga, Giunta y Di Chiano se tiran al suelo, adonde permanecen inmóviles, fingiendo estar muertos.

De repente, Giunta se para y sale corriendo y también desaparece entre las sombras. Entretanto, Rodríguez, que también intentaba huir, es alcanzado por un disparo y cae. Enseguida, los esbirros llegan hasta él y lo rematan en el piso. Brión, que usaba una polera blanca, también trata de escapar, pero era un blanco fácil en la noche y otro disparo acaba con su vida.

Cerca de ellos, en el camión, habían quedado Troxler, Benavídez y Lizaso. Éstos se traban en lucha con sus centinelas y los dos primeros logran también perderse en la noche que ya cedía paso al día, pero Lizaso cae asesinado en el lugar.

Pero en el basural quedan varios cuerpos caídos, aunque no todos están muertos. Fernández Moreno va de uno en uno disparándoles para asegurar sus muertes. Llega hasta Di Chiano, que está ileso y se mantiene inmóvil. Lo mira y sigue de largo. Rodríguez, Brión y Carranza están muertos y el diligente policía lo comprueba y sigue hasta donde Livraga siente que su corazón va a estallar. A Fernández Moreno le parece que parpadea y le dispara tres veces. El primero tiro le rompe la nariz, el segundo le atraviesa la mandíbula y el tercero le pega en el hombro.

Cuando se van los asesinos, Lvraga logra caminar hasta la ruta, se encuentra frente a una garita policial y, cuando intentaba alejarse, se desmaya. Los policías lo llevan hasta el Policlínico de San Martín, que queda frente al Liceo Militar que iba a ser la tumba de los condenados. Allí, la policía vuelve a secuestrar a Livraga, no sin que antes las enfermeras hicieran dos cosas maravillosas: llaman a su padre y lo hacen hablar con él y esconden la declaración que habaía hecho ante la policía antes de la Operación Masacre y se la dan a su padre.

Mientras tanto, los servidores de la ley se llevan a Livraga y lo esconden en una celda de la Camisaría 1ª de Moreno, adonde permanece desaparecido durante 28 días, sin atención médica, con la sola intención de matarlo lentamente. “Yo estaba con barba, desfigurado, flaco, sin la mitad de los dientes, perdí quince kilos. Me quisieron preguntar, pero no pude hablar por cómo tenía la boca“, resumió años después Livraga.

Como no se murió, la Revolución ¿Libertadora? lo blanqueó y alguien ordenó que reapareciera en la Cárcel de Olmos, adonde se encontró con Giunta, que luego de huir se entregó a la policía. Ambos fueron liberados el 17 de agosto de 1956, en un acto casi de contrición de la sangrienta Revolución Fusiladora. Después de curarse de sus heridas se fue a vivir a Estados Unidos, desde donde sólo volvió a la Argentina de visita.

En el mismo año 1956, a un ajedrecista desconocido, que también trabajaba como corrector y escribía cuentos policiales le contaron que “hay un fusilado que vive”. Era Juan Carlos Livraga. Rodolfo Walsh escribió, a partir de su testimonio, el libro “Operación Masacre”, en el que denunció lo que había ocurrido en el basural. El compromiso de Walsh con el periodismo, con la verdad y con la suerte de los asesinados -escribió que al escuchar el crimen “mesentí insultado”- develó la trama del siniestro crimen.

El 25 de marzo de 1977, cuando la dictadura que encabezaba Jorge Rafael Videla llevaba un año en el poder, una patota de la Escuela de Mecánica de la Armada tiroteó y secuestró luego a Rodoldo Walsh. Desde entonces ya no se supo de él y ese hombre excepcional permanece desaparecido desde ese día. Pero, tal como había descubierto y revelado en el texto que escribió en honor a la muerte de su hija Victoria, Walsh habita hoy en el cementerio de la memoria.

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