Un oxímoron llamado Chabán

Un oxímoron llamado Chabán

Por Romina Sánchez

Chabán es recordado por la opinión pública como el responsable de la tragedia de Cromañón. Dejó también una huella en la cultura de los 80. La historia dirá si fue un victimario o un chivo expiatorio.


El 30 de diciembre de 2004 será recordado como el día –la noche, en todos los sentidos– en que alguien encendió una bengala que prendió en la mediasombra del lugar, convirtiéndolo en una oscura cámara de gas en la que murieron 194 personas. República de Cromañón, ex-Reventón, enclave de la bailanta del Once transformada en reducto rockero, terminaba drásticamente con el mito, dando paso a la amenaza cumplida de lo evitable, la tragedia que se había cansado de avisar, incluso esa misma semana. El mito refiere, en el país de lo inmediato, la corruptela y la memoria selectiva, a Omar Chabán.

Nacido en el seno de una familia de origen árabe el 31 de marzo de 1952, Omar Emir, alumno de un colegio alemán en el que, si no lo iban a dejar llevar el pelo largo, se lo iba a terminar cortando siempre como un presidiario, fue hijo pródigo de la inquietud todoterreno y la oportunidad. O el oportunismo. Un día Villa Ballester le quedó chico. Y empezó a volar.

Así, asumió que, rozando los 30 años, ya no podía seguir viviendo de la caja del bazar familiar en San Martín, y se fue a Berlín, de donde trajo, entre otras cosas, la idea de armar el Café Einstein. Terminó fundándolo, en Córdoba y Pueyrredón, en el 82, junto a Sergio Aisenstein y Helmut Zieger. De ese trío forjado por un árabe, un judío y un nazi, como él mismo bromeaba, surgió el escenario propicio, hasta el 84, para bandas como Sumo, Soda Stereo, Los Twist o Virus. Un año más tarde vendría, en pleno Constitución, el cemento para el under de Cemento, proyecto que encaró junto a su pareja de entonces, Katja Alemann, quien este lunes, cuando se supo de la muerte de quien también fue gestor de Die Schule, publicó su despedida en Facebook: “Te voy a extrañar, Omar querido, voy a extrañar las intelectualizaciones, las desavenencias, las risas, que hayas sido mi referencia artística en todos mis proyectos, voy a extrañar performear con vos, también voy a extrañar retarte y reprimirte los desopilantes disparates siempre”. Y las respuestas en las redes sociales y en los sitios de los medios que replicaron la carta no se hicieron esperar, pivoteando, como pasó con todas las menciones a Chabán después de la tragedia de Cromañón, entre el amor y el odio: expresiones de la polaridad –¿o bipolaridad?– social.

Porque el mito Chabán, mitad verdad y mitad mentira, fue también eso: temeridad, arrojo, desparpajo, arrogancia. El Chabán que se ve en un video tras unas rejas ficticias –qué ironía– y que la televisión repite maliciosamente, cada vez que se habla de él, vociferando que Cemento encerraba la posibilidad concreta de convocar más gente y ganar, sin mucha vuelta, plata, plata, mucha plata, era el mismo que voceaba en la vereda de Estados Unidos 1238, donde Los Redondos supieron hacer base, la venta de cerveza barata y berreta; el mismo que, cuentan, te dejaba pasar aunque te faltaran unas monedas para la entrada o cuando en la calle se olía la represión policial. Ya lo dijo Ciro Pertusi, exlíder de Attaque 77: “Chabán me cuidó más que mis viejos”.

Pero se trata del mismo que encarnó un eslabón imprescindible en la cadena de responsabilidad de los 194 muertos de aquel diciembre infernal. Habilitación que no era tal, sobreventa de tickets, puerta de seguridad clausurada con candado pero con cartel luminoso que indicaba la nada o la muerte segura. Para qué decir más. Algunos familiares de las víctimas del incendio que se llevó puesto a Aníbal Ibarra de su cargo de la Jefatura de Gobierno lo perdonaron. Otros no pudieron con tanto dolor. Ni podrán jamás.

Él, que, dicen, nunca tomó, fumó ni se drogó, terminó con un linfoma de Hodgkin. Y el lunes, tras un tiempo en que fue un saco de huesos, cumpliendo parte de su condena de diez años y nueve meses bajo arresto domiciliario en el hospital de Mataderos, la enfermedad terminó con él.

Había aspirado, en sus comienzos, a ser actor y director. También le gustaban las artes plásticas. Chabán derivó en un intermedio de delirio y cordura, vanguardia y pedantería, culto de lo culto y lo popular. Padrino heterodoxo, casi un outsider, de la cultura rockera en ascenso, pasó a ser –cosecha de su propia siembra– el principal responsable de las casi 200 muertes de Cromañón y centenares de heridos y afectados. La condena legal lo llevó al penal de Marcos Paz, y su enfermedad, al Santojanni. La condena social, por su parte, lo llevó a autoetiquetarse como el mayor fracasado del éxito. Lo único que soñaba en el último tiempo era volver a su departamento porteño, cuando Katja Alemann sin querer lo despidió entre lágrimas y él, moribundo, le balbuceó que no se diera manija, con un viso más terrenal que demencial.

“Lo único importante que hice en mi vida fue hacer que los grupos ganen guita”, solía decir con fiebre y sin fiebre. Y también, como en la última entrevista que le dio a la Rolling Stone local, en enero: “Yo acepto mi responsabilidad, Callejeros también. El público tiene que aceptar su parte”. No obstante, el 9 de agosto, en una pequeña primavera de su dolencia, le dijo a Ricardo Canaletti en una nota para Cámara del crimen (TN): “Les pido perdón a las víctimas, soy el principal responsable de lo que pasó”.

Ecléctico y verborrágico, citador serial, que creía que el hombre que marcó a la sociedad occidental no fue Marx ni Nietzsche, sino Freud, sostenía que si él cayó –y con razón–, el que prendió fuego la mediasombra y todos los partícipes necesarios de la negligencia hecha culpa colectiva debían caer. La banda de las bengalas –a excepción del baterista Eduardo Vázquez, quien se encuentra purgando una cadena perpetua por el homicidio de su pareja, Wanda Taddei– está libre hace tiempo.

Condenado como autor penalmente responsable del delito de estrago culposo seguido de muerte, Chabán se fue a los 62 años, cuando su sistema inmunológico no aguantó más. Murió a las 12.40 del lunes, justo cuando promediaba la jornada sobre tragedias nocturnas evitables en la Legislatura porteña. Queda la historia reciente que no quiere reasumir el pasado, queda la tragedia de la que se aprendió mucho pero se podría aprender más.

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