Maradona, Mozart, Rimbaud y el barrilete cósmico

Maradona, Mozart, Rimbaud y el barrilete cósmico

Jugó en campo enemigo gran parte de su vida y nunca arrugó. Eliminó a Brasil en una pierna y a Inglaterra con unas gambetas.


Era el más valiente entre todos nosotros. El que saltaba primero. Otros alardeaban y fanfarroneaban, pero cuando había que poner el cuerpo, él siempre hacía punta.

En una pierna, eliminó a Brasil. Con una mano, a Inglaterra. Ni hablar si se ponía a gambetear. Ahí era imparable, aún con las bestialidades que le hicieron –en especial Andoni Goikoetxea, que le quebró el tobillo. Ni siquiera así podían con él.

Para peor, hablaba. Y siempre, contra el poder. Era capaz de ser el vocero del Pueblo, aunque nunca se lo propuso. Era capaz de definir una situación en dos palabras.

“Se le escapó la tortuga”, lo gastó al sempiterno presidente de la AFA, Julio Grondona después de su sanción. Un tiempo antes, el embajador de Estados Unidos, James Cheek, había tenido que pedir ayuda a sus custodios porque su hijo había perdido su tortuga, a pesar de la presencia de los valientes Marines, la perspicaz CIA, la temible aviación y los aguerridos Navy Seals de David Boreanaz.

En 2001 se despidió del fútbol como jugador, en una Bombonera repleta como en sus mejores días. Ese día les recordó a todos que “la pelota no se mancha”, justo él, que la hizo reina de nuestros corazones.

También fue un cultor frecuente de la ironía. Jugaba con la misma intensidad con la que vivía y alguna vez le tocó definir a algunos jugadores que se perdían en lujos y chiches y no terminaban de definir. Se desquitó de esos impostores con otra de sus frases célebres. “Llegar al área y no poder patear al arco es como bailar con tu hermana”.

Pero Diego era un profesional y algunas veces se tenía que sentar a discutir un contrato. Con Mauricio Macri nunca se llevó bien. Ni políticamente, ni futbolísticamente. El expresidente era un hombre con fama de ser un potentado, pero no quería pagarle a Diego lo que él valía. Entonces hizo lo que siempre hacen los que juegan en la cancha de la simulación: se insolventó. Que no se puede. Que Boca está fundido…Diego lo deschavó con sorna al hablar con la prensa. “Pensé que venía Berlusconi y me encontré con el cartonero Báez”, le espetó desde las pantallas de todo el país. Después, Boca le dio lo que pedía. O casi.

Reflexivo como pocos, Diego supo hacer su autocrítica sin flagelarse, con esa ironía que era su marca de fábrica. “Con mi enfermedad yo di ventajas –se rió de sí mismo-, ¿sabés qué jugador hubiese sido yo si no me hubiese drogado?”. Tenía razón, como casi siempre.

A pesar de la distancia, su amor por Fiorito, esa tierra árida que lo vio correr por primera vez detrás de una pelota, era incondicional. Recordaba sus días en esa tierra inhóspita con la sorna con la que hablaba de sus cosas más queridas. “Yo crecí en un barrio privado de Buenos Aires. Privado de luz, de agua, de teléfono”, dijo, riéndose de sí mismo al describir su tierra natal, en la que aprendió a caminar.

Sus adicciones, que lo acompañaron a lo largo de su vida y que se convirtieron en su calvario, lo llevaron en busca de cura a la Cuba socialista de Fidel Castro, uno de los hombres que más admiraba, para congoja de algunos y alegría de otros. Internado en una clínica de rehabilitación, decía en 2001, después de retirarse de la práctica activa del fútbol, que “me siento más solo que Kung Fu”, aquel héroe chino –en la época en que éstos no eran tan malos- que encarnaba David Carradine, que después de golpear a algún malvado se perdía en el horizonte, solito él y su alma.

Pero no todo era dolor en la vida que vivió aquellos años en la isla caribeña. Poseedor de una lengua filosa como un bisturí, en algún momento se quejó con elegancia porque “en la clínica hay uno que se cree Robinson Crusoe y a mí no me creen que soy Maradona”.

Pero también supo Diego hablar sobre los que medran con el fútbol. Justo él, que fue un defensor de los derechos de los jugadores, al referirse a las actividades “extracurriculares” de algunos jugadores, se refirió al ídolo portugués entre sonrisas, diciendo que “Cristiano Ronaldo hace un gol y te vende un shampoo”.

El expresidente era un hombre con fama de ser un potentado, pero no quería pagarle a Diego lo que él valía. Entonces hizo lo que siempre hacen los que juegan en la cancha de la simulación: se insolventó. Que no se puede. Que Boca está fundido…Diego lo deschavó con sorna al hablar con la prensa. “Pensé que venía Berlusconi y me encontré con el cartonero Báez”.

Diego sindicalista

A veces, los fracasos hablan de los grandes hombres con mucha más fidelidad que sus éxitos. En especial, porque ellos nunca fracasan del todo y porque el tamaño de sus utopías mide, por contrapartida, la pequeñez de sus enemigos más feroces.

Los mediodías sofocantes de México 86, un horario en el que se jugaron varios partidos, con pésimas consecuencias para muchos jugadores, llevaron al Diez a pensar en la formación de la Asociación Internacional de Futbolistas Profesionales (AIFP). La lanzó en 1995, secundado en esta iniciativa por el francés Eric Cantona, que fue su vicepresidente. El motivo del desastroso horario mexicano era la exigencia de la televisión europea, que necesitaba que entre las cinco o seis de la tarde de su huso horario los partidos se transmitieran para su público. Y, como ellos pagaban…

Es necesario aclarar que las máximas figuras del fútbol mundial jamás hubieran pensado en otro que en Diego para que presidiera el sindicato. Se unieron además a la quijotada el liberiano George Weah, el sueco Thomas Brolin, el búlgaro Hristo Stoichkov, los italianos Ciro Ferrara, Gianfranco Zola y Gianluca Vialli, el francés Laurent Blanc, el colombiano Carlos Valderrama, el belga Michel Preud’homme, los brasileños Raí, Bebeto y Sócrates y el danés Michael Laudrup, entre muchos otros, porque todos querían estar cerca de Diego y no sólo por el sindicato.

Enterado de la iniciativa de los futbolistas, el angelical Joao Havelange contestó de la única manera que sabía. “Que jueguen y se callen la boca”, dijo, en su vocabulario despectivo habitual para todo lo tuviera un aroma a reclamo por sus negocios. Diego le contestó mandándolo a callar, recordándole con el filo habitual que “Havelange jugó al waterpolo, así que no puede hablar de fútbol”.

Por aquellos días, el gran capitán, que imaginaba que el sindicato podría tener corta vida en ese microcosmos plagado de egos, estrellas millonarias y dirigentes inescrupulosos, dijo que “todos saben lo mismo que sé yo, pero pocos se atreven a poner la cara contra Blatter, Havelange y Grondona”.

Después lanzó la bomba. “Queremos reunirnos y diagramar entre nosotros el Mundial y todo lo que tenga que ver con los jugadores. No puede ser que ellos diagramen sin saber lo que es haber jugado, sin saber lo que siente el jugador. No tienen ningún derecho”, se lanzó de frente contra el tren dirigencial.

Rápidamente, Blatter compró las voluntades de algunas estrellas rebeldes, que se volvieron repentinamente hombres en estado dubitativo. El sueño, entonces, se quedó en tierra, sin despegar.

Pero Diego, ese barrilete cósmico que jamás dejó de defender los derechos que había que defender, bregó hasta sus últimos días para que se respetara a los jugadores, una categoría a la que nunca dejó de pertenecer, aunque los años hubieran pasado y su cuerpo apenas se pudiera mover.

Ahora, el más grande se fue a jugar en la selección celestial, en la que Dios está sentado en el banquillo del técnico. Tal para cual. En la Tierra, entretanto, quedamos para impedir el olvido, los súbditos de su reino.

Profético, Cantona anticipó en esos días de 1997, cuando aún transcurría la utopía sindical futbolera, que “Maradona es al fútbol lo que Mozart es a la música y Rimbaud a la poesía. Y así será recordado dentro de 100 años”…

Qué se dice del tema...