Cuando el presente guarda tal adversidad que el futuro pareciera ser inalcanzable, los hombres sabios buscan en la historia la salida a los laberintos que nos encierran. La modernidad descree del pasado, a veces por ignorancia, a veces por soberbia, en todos los casos, porque genera inquietud. Porque la historia nos interpela y nos cuestiona el hoy. Por eso, el recuerdo de algún pasado mejor pone en tela de juicio las decisiones del presente.
Esta es, por lo tanto, una historia que cuentan los viejos junto al fogón, mientras un mate corre de mano en mano y la noche comienza a enturbiar el cielo.
En nuestro acervo político figura con letra destacada la fecha del cuatro de junio 1946, cuando asumió el gobierno un general que había sido anteriormente secretario de Trabajo y Previsión: Juan Domingo Perón.
Ni bien asumió su cargo, Perón recibió una fuerte intimación de Estados Unidos e Inglaterra para que el Estado argentino pagara una deuda de 3.500 millones de dólares, que había sido el resultado de la compra de maquinarias industriales y agrarias.
Pero, al analizar la situación con su gabinete, Perón se encontró con que los países de la anglosfera no sólo guardaban acreencias, sino que también adeudaban a la Argentina 1.500 millones de dólares, derivados del abastecimiento de granos y de carne durante la Segunda Guerra Mundial, que había finalizado hacía un año.
Con humor, el flamante presidente relataría años después que “lo primero que se nos ocurrió fue cobrar”, pero cuando les fue planteado el tema, “los dos embajadores se rieron” y sólo ofrecieron pagar “dentro de dos años y con bienes de capital”. Un canje de deuda, en una palabra. Con cierta displicencia incluso, ofrecieron que, en el mejor de los casos, podrían emitir bonos para saldar la deuda. Por contrapartida, Perón ofreció que les fuera descontada la deuda argentina, a lo que los anglodeudores se negaron efusivamente.
La decisión de Perón fue ir en busca de una mayor cuota de soberanía. En poco tiempo, nacionalizó los teléfonos, el gas y los ferrocarriles, que estaban en manos de empresas británicas. Para indemnizarlos, Perón les entregó los bonos de deuda que los súbditos de su graciosa majestad habían entregado al gobierno y para pagarles a los norteamericanos, utilizó la propia recaudación de los servicios públicos recién estatizados.
Al cabo de diez años, el PBI registró un crecimiento de alrededor de un 12 por ciento y el poder adquisitivo de los asalariados saltó casi al “fifty-fifty”, es decir, hasta la mitad del PBI.
Paradójicamente, tras el sangriento golpe de Estado del 16 de septiembre de 1955, el general usurpador Pedro Eugenio Aramburu tomó un crédito externo de 700 millones de dólares, pero al retrotraer la economía al pre-peronismo desató una crisis que lo llevó a declarar el default en el plazo de un año. La autodenominada Revolución Libertadora había generado una caída tan fuerte en la producción industrial, a causa las medidas restrictivas derivadas del Plan Prebisch, que se hundió la recaudación y generó un brutal déficit fiscal. Todo parecido con el presente es pura coincidencia, por supuesto.
Lo que va de ayer a hoy
El salvavidas que recibió Aramburu fue similar al que le arrojaron por la borda al frágil presidente argentino actual, Javier Gerardo Milei en Washington, el martes último. Fue el mismo salvavidas de plomo que llevó a nuestro país -en 1956 y en 2025- al fondo (no monetario) del mar.
Aramburu había firmado los Acuerdos de Bretton Woods, que llevaron a Argentina a adherir a las normas que imponen el FMI y el Banco Mundial, pero la fórmula que le impuso el organismo fue tan restrictiva de la actividad económica que un año después declaró el default de esta deuda, un hecho que originó el nacimiento del club de acreedores de la Argentina, que dio en llamarse el Club de París. Nuestro país refinanció esta deuda en siete ocasiones (1962, 1965, 1985, 1987, 1989, 1991 y 1992), ya que fue tomada bajo condiciones tan leoninas que aún no fue pagada en su totalidad, 69 años después.
Por su parte, el ajuste que impuso Javier Milei a la sociedad argentina fue tan estrictamente inútil -no se ahorró nada, se perdieron los dólares en maniobras financieras de dudosa efectividad (y moralidad) y se eliminó la inversión estatal y privada-, que sumió en la pobreza y en la indigencia a casi la mitad de la población.
Aventura en la lejana Washington
La suplicante visita a Washington que realizó el gabinete argentino derivó, según informó a sus clientes el banco Barclays, en promesas vacías. En él se informó que el swap de 20 mil millones de dólares que anunció Scott Bessent es apenas un “truco de campaña”, ya que, según anunció, es “una línea marco para el manejo de liquidez y anclaje de expectativas, no caja libre: su uso está reglado y escalonado en el tiempo”.
Luego, los británicos advirtieron que el peso argentino está artificialmente apreciado (sobrevaluado) y recibe financiamiento del Tesoro norteamericano y que, sin ese apoyo, estaría en peligro de implosionar. Hoy, el apoyo de Trump calmó a los mercados, pero esta situación, si se vuelve intolerable, también puede ser el anticipo de violentas correcciones (devaluación, default) en el futuro cercano. Inclusive, los analistas corporativos observaron que “el mercado testeará la banda si no ve reglas claras”. Es decir, operarán contra la moneda argentina, posicionándose en divisas.
Esto, a pesar de que el explícito apoyo de Donald Trump fue muy enfático. Tan enfático que operar contra el peso argentino sería casi una falta de respeto para con el presidente de la primera potencia del planeta. A no ser que Bessent, cuyo oficio en su vida privada fue siempre ése (operar contra las monedas), precisamente, juegue su propio partido y favorezca a algunos amigos, como Larry Fink (BlackRock), Emmanuel Roman (Pimco), Stanley Druckenmiller, Robert Citrone y Abigail Pierrepont Johnson (Fidelity).
De todos modos, más allá de los protagonistas, lo cierto es que el carry trade y los flujos especulativos son estrategias de extracción de valor y los nombrados en el párrafo anterior, son maestros en el arte de birlibirloque del dinero. El propio Bessent, al ser interrogado sobre las razones de la ayuda que recomendó para Argentina, alegó que “no es un rescate en absoluto, es comprar barato y vender caro”. Y esa diferencia, que convierta lo barato en caro, ¿quién la va a pagar? Los contribuyentes argentinos, claramente.
Mientras tanto, los inversores extranjeros atrapan grandes ganancias a expensas del Pueblo argentino, gracias a la ausencia de controles en la circulación del dinero, contando siempre con la garantía de un Banco Central ciego, sordo y mudo.
Las soluciones del presente son insuficientes, por eso hay quienes buscan en los ejemplos del pasado alguna orientación. De un laberinto se sale por arriba, enseñaba el inmortal Leopoldo Marechal.