El sujeto político del peronismo ya no existe. Tampoco existen ya aquellas ideas que le dieron vida. No figura entre los valores de hoy aquel antiguo afán de “ser más”, que ha quedado reemplazado por el afán de “tener más”, a cualquier costo. El obrero sindicalizado, que utilizaba la obra social -no el plan médico-, que viajaba al hotel sindical para veranear y que consultaba al delegado de la empresa para conocer sus derechos laborales y que adhería a las medidas de fuerza del sindicato, ya forma parte de una ínfima minoría. El “empleado de cuello blanco” que confiaba en que la acción colectiva mejoraba su vida fue reemplazado por el trabajador que “se pone la camiseta de la empresa” y acepta lo que la compañía le ofrece, sin chistar.
El “nosotros” fue reemplazado por un inmenso yo. La solidaridad es sinónimo de estupidez. La honestidad es un defecto. Hay valores que ya no son tales. El mal ha triunfado. Qué paradoja es que la mayoría de los argentinos abogan en privado por la decencia, la rectitud y la coherencia, pero votan a los políticos que cometen las peores bajezas y hacen gala de su proceder corrupto y se vanaglorian de ello. ¿Son ellos realmente un espejo de todos nosotros? ¿O los corruptos somos nosotros y lo disimulamos lo mejor que podemos?
Hay PJ, pero no hay Movimiento
Al peronismo de estos días sólo le queda el PJ. El Movimiento Peronista se dispersó desde los años de la represión -1976 a 1983- y nunca volvió a reunirse en asamblea. Ya no existen aquellas discusiones en las que se trataba de “descular el mundo”, de saber qué es lo que pasaba y de qué manera había que trabajar. Aquel militante que funcionaba como correa de transmisión de las “necesidades de la base” hacia los cuadros del gobierno no tiene funciones. En los tiempos pretéritos, los héroes iban a discutir con los jóvenes. Enseñaban mucho con el ejemplo. Eran personas que hasta se sometían a la impertinencia juvenil con cierta gracia. Julio Troxler, un admirado militante que había pertenecido a la Resistencia Peronista, discutía de igual a igual la coyuntura política en ciertos locales -el peronismo estaba proscripto- camuflados como centros culturales o parroquiales con delegados fabriles, militantes barriales, cooperativistas y fomentistas. La política no era un misterio, ni algo ajeno, era la herramienta para transformar la realidad cotidiana. La organización vence al tiempo, enseñaba Perón (El Viejo, para los jóvenes de aquel tiempo).
Los movimientos sociales, que pretenden cumplir el rol que antes cumplían los militantes barriales, no trabajan para las bases, sino para los punteros. No representan a los barrios, sino a ciertos dirigentes que negocian subsidios, consiguen vituallas para el comedor comunitario y, de paso, disparan la pregunta consabida: ¿y para mí, qué hay?
La liberación de los pueblos del tercer mundo, la independencia del imperialismo, la explotación capitalista, en resumen, la frase de la Marcha Peronista que más le molestaba a cierto nefasto personaje, que planteaba que había un Pueblo “combatiendo al capital”, son resabios de un pasado que sólo figura en los libros de historia, pero ya no en los manuales políticos del presente.
De todos modos, no se debería lamentar el pasado, sería inútil. Ahora es el momento de reformular la doctrina. ¿Ganará, entonces, la nostalgia de lo que alguna vez fue o habrá quienes se darán cuenta de que ha llegado el momento de cambiar?
Lo último que se debe hacer -la experiencia lo exige- es subsidiar a la pobreza, una decisión que puede ser posible y hasta útil en tiempos de crisis, pero cuando un gobierno patriótico le pone fin al saqueo -nunca hubo una crisis real en la Argentina-, es urgente superar el recurso para pasar a la generación de riqueza.
El dilema de este tiempo
Hoy, el peronismo busca la representación de los pobres, los empresarios pyme, los trabajadores precarizados, las mujeres, las minorías de la diversidad, los curas que rascan los tachos en la villa, los villeros y los trabajadores de cuello blanco, para estallar la dependencia con un proyecto político que expanda la soberanía, distribuya la riqueza y, especialmente, sea capaz de promocionar su creación.
En un país pobre, los únicos ricos son los ladrones y los narcos. Cuando existe un proyecto político que es desarrollado por la conducción legítima del Movimiento Nacional, los planetas se alinean. Cuando falleció el General Juan Domingo Perón -el primer conductor que tuvo el peronismo-, parecía que se acercaba el final. El antiperonismo respiraba aliviado después de tanta angustia. Enseguida llegó la dictadura, que eliminó a miles de militantes y sumió al Justicialismo en una crisis que tardó años en superar.
En 1983, el gigante ciego pegó, como el cíclope de Odiseo, en el vacío. El triunfo de Raúl Alfonsín parecía que era el último clavo en el ataúd, pero en 1989, después de una gran interna, Carlos Menem le ganó a Antonio Cafiero y se convirtió en el quinto presidente peronista de la historia. Desde entonces, condujo al peronismo con mano férrea, pero en la dirección equivocada. Fue el segundo conductor del peronismo, tras la muerte de Perón.
En 2003, Menem fue destronado por Néstor Kirchner y se refugió en el Senado, adonde se quedó hasta morir. Allí comenzó la tercera etapa del Movimiento. Perón, Menem y Kirchner ejercieron, cada uno en su momento, la conducción del peronismo. No hubo otros conductores en la historia, ya que no alcanzaron esa condición, ni María Estela Martínez, ni Ítalo Luder, ni Antonio Cafiero, ni Eduardo Duhalde, ni Cristina Fernández de Kirchner. Éstos últimos sólo fueron gobernantes o sólo candidatos, como en el caso del segundo.
Cuando falleció Néstor Kirchner, el peronismo quedó acéfalo y hasta estos días no surgió quien lo reemplace en esa función. Desde entonces, en el plano interno mandan los coroneles. No hay mando unificado. No hay generales. No hay estrategia, sólo tácticas coyunturales, sin contenido nacional integral. Sólo quedan los territorios y éstos funcionan de manera autónoma, casi anárquica. Esta dispersión lleva al surgimiento de proyectos personales y a que funcionen las fuerzas centrífugas, que expulsan gente que termina formando parte de los bloques legislativos sin proyecto, como Encuentro Federal, Independencia y los bloques cultores del “catenaccio”, Defendamos Córdoba y Defendamos Santa Fe.
El estado de deliberación interna que reina en inorgánico caos muestra el deterioro de la legitimidad de “los cuerpos orgánicos”, tal como se denominaba a las instancias de conducción cuando el peronismo existía.
La verdad, ese estorbo
La construcción política en esta sociedad de la información, en la que la verdad es lo que está en juego, es una tarea ciclópea. Casi una utopía. El falseamiento constante de la verdad –denominada en ocasiones la posverdad- ha producido un fenómeno novedoso. Lo que se plantea es una mentira integral, que produce una nueva realidad. Y, ya se sabe, quien inventa una nueva realidad, no miente realmente. Simplemente, la verdad no es para ellos más que un obstáculo al que hay que esquivar. No mienten, reinterpretan las premisas básicas y las vuelven “convenientes” para sus intereses. Era lo que hacía Adolf Hitler. En su obra cumbre, Mein Kampf, el austríaco se nomina a sí mismo como el “guardián de una verdad superior”. Se presentaba como un heraldo de la verdad, casi como un profeta, con la diferencia de que para él Dios era Adolf Hitler. O sea, que era un profeta de sí mismo. Esto le dio demasiado protagonismo, que culminó en desastre.
En el Ministerio de la Verdad, que es uno de los principales planteos de George Orwell en su novela distópica “1984”, trabaja la gente que se encarga de reescribir la historia, reemplazando los documentos en los que se basa por otros, adecuados siempre a la versión del Partido gobernante. Así, el partido no se equivoca, siempre está adelantado a la época y sostiene la ilusión de que la razón está siempre de su parte.
Lo irónico es que el Ministerio de la Verdad es, en realidad, el Ministerio de la Mentira. Allí, en el frontispicio de la sede, están grabadas las tres consignas que le dan sentido: “La Libertad es la esclavitud”; “La Guerra es la Paz” y “La Ignorancia es la Fuerza”.
Toda semejanza con la Argentina de 2025 es una desgraciada coincidencia.




