Argentina comercia oro por baratijas

Argentina comercia oro por baratijas

La soberanía es hoy una materia olvidada. La transferencia de ingresos de los asalariados a los más ricos no se detiene. La sangre de Obligado no se respeta. Un tratado ruinoso.


Para hablar de economía, hay que empezar por el principio. La primera premisa es que si quien la explica utiliza una terminología incomprensible para quienes son legos en la materia, es porque está mintiendo. La segunda, es que sin soberanía económica no hay bienestar. Es más, el nivel de libertad para decidir las políticas económicas es directamente proporcional a la prosperidad a alcanzar. Si es mayor, habrá mayor riqueza en las empresas y en los hogares. Si es menor, la pobreza se habrá generalizado.

El ajuste es una crisis

El ajuste parte siempre desde la mentira. El Producto Bruto Interno -el valor monetario total de todos los bienes y servicios finales producidos en un país, medido sobre un período determinado, generalmente por un año- es siempre el mismo y siempre está en crecimiento si el mercado interno funciona. La manera en que se distribuyen los ingresos es lo que hay que explicar y ése es el momento en que surgen las explicaciones más abstrusas.

En el caso de que ésta sea la fórmula que está en vigencia, los trabajadores y las empresas ligadas al consumo interno -alimenticias, venta de combustibles, productoras de bienes y servicios, etc.- perderán participación en el ingreso. Pero ese dinero no se va al cielo, ni al infierno, ni a la estratósfera. Alguien se lo queda. A eso se le llama “transferencia de ingresos”. Ese excedente es apropiado por los sectores más ricos de la sociedad, que no lo destinan a generar más riqueza, sino que sólo pasa a engrosar sus billeteras. Casi siempre ese excedente comercial sirve para comprar dólares baratos, que salen clandestinamente del circuito económico argentino, con destino a paraísos fiscales como Irlanda, Singapur, Suiza, Islas Caimán, Islas Vírgenes Británicas, Luxemburgo, Hong Kong, Panamá, Bermudas, Malta o Mónaco.

Hay más -en Estados Unidos, por ejemplo, los estados de Delaware, Nevada, Montana, Wyoming y Nueva York garantizan el secreto fiscal-, pero aquellos son los principales.

Cuando finalmente se produzca la devaluación -que el ajuste, que es una crisis, inevitablemente traerá, tarde o temprano- algunos de estos activos volverán al país para comprar por centavos lo que vale muchísimo más que eso. La inversión de los empresarios se vuelve, en estos casos, parasitaria. No generan riqueza social, sino que se enriquecen a sí mismos. Es lo que se denominan “inversiones extractivas”. Las inversiones de los que no ponen nada, pero, rapaces como son, se llevan todo.

Esta actitud expoliadora es similar a la del tío borrachín de la familia, que se sienta en la mesa familiar de los domingos a almorzar la pasta, pero apenas come, se excede con el vino y luego comienza a cuestionar a quienes lo alimentan y posteriormente se retira a sus aposentos, enojado y vociferante, dejando tras de sí nada más que malos momentos. Por supuesto, para el almuerzo familiar el tío desubicado sólo aportó ansiedad etílica, insultos y luego, una retirada intempestiva. Ni siquiera una caja de ravioles. Ya todos lo conocen y saben que es un invitado incómodo, que amargará el ágape, pero es parte de la familia y por eso deben soportar sus veleidades.

¿Qué es la Soberanía Nacional?

“La soberanía nacional argentina es el poder supremo y autónomo del pueblo y el Estado para decidir sobre su propio territorio, sus leyes y su organización, sin intervención de poderes externos. Se manifiesta en la soberanía interna (el poder supremo de mando dentro del territorio) y la soberanía externa (la independencia respecto a otros estados). Este poder se ejerce a través del pueblo, que delega sus decisiones en sus representantes”.

Esta definición, algo estructurada, pero aproximada a la realidad, es una “visión general creada por Inteligencia Artificial”, según advirtió el buscador de la computadora de este cronista.

Pero, detrás de las palabras hay más.

La Nación es la suma del Pueblo (con su cultura y su historia), más el Estado que lo representa, más el territorio en el que habita ese Pueblo, donde están enterrados sus ancestros, donde vive su familia y donde sus antepasados les contaron su historia a sus hijos. Una nación se construye con el esfuerzo y con la sangre, que culminan con la creación de una comunidad.

Sangre de Obligado

El General Lucio Norberto Mansilla, cuando asomaba el sol del 20 de noviembre de 1845, arengó a sus soldados cuando vio venir a la flota inglesa. “¡Vedlos, camaradas, allí los tenéis! ¡Considerad el tamaño del insulto que vienen haciendo a la soberanía de nuestra república, sin más título que la fuerza con que se creen poderosos!”

Los británicos navegaban por el río Paraná como si fuera el Támesis, o al menos, eso creían. Entonces hablaron las baterías argentinas y el fuego y el humo -idioma de guerreros- oscurecieron el sol. El combate fue desigual y violento. Duró alrededor de ocho horas. Los nacionales sufrimos la muerte de 250 argentinos y 400 heridos. Los invasores perdieron a 26 hombres y tuvieron 86 heridos.

La matemática le dio el triunfo a la escuadra británica, pero los combates no se rigen por la ciencia sino por la política. El objetivo de los ingleses era conseguir “la libre navegación de los ríos” para comerciar con las provincias del litoral y con Paraguay, lo que no pudieron conseguir.

Lo que pasó fue que al adentrarse en el Paraná sufrieron, además de la pobreza de los correntinos y los paraguayos, la hostilidad constante de las milicias argentinas, que les causaron grandes bajas. Particularmente, en el combate de Paso del Tonelero, un pasaje del río que en ese lugar tiene unos 700 metros de ancho. El sitio está situado en las cercanías de la ciudad de Ramallo. El combate fue intenso. Las tropas del incansable Mansilla, que persiguieron con furia a los ingleses a lo largo de todo el Paraná, causándoles ingentes pérdidas, cañonearon casi a quemarropa a la flota anglo-francesa, fondeándoles cuatro naves, de las que dos fueron incendiadas por el fuego argentino y las otras dos por los propios marinos extranjeros, a causa de que ya no podían navegar. Las prendieron fuego para que no se apoderaran de ellas los heroicos guerreros argentinos.

La expedición anglo-francesa fue, finalmente, un fracaso comercial, más allá de haber roto un par de cadenas tendidas en el río y de haber sufrido graves daños en algunos de sus modernos buques de guerra. El 24 de noviembre de 1849 se firmó el Tratado Southern-Arana, por el que el Reino Unido aceptó la plena soberanía argentina sobre sus ríos, reconoció el derecho de que Argentina negociara con Uruguay sus conflictos políticos y se comprometió a desagraviar el pabellón argentino con la tradicional salva de 21 cañonazos, una actitud que la diplomacia inglesa reconoció en muy pocas ocasiones en su historia.

Existe una curiosa historia con respecto a este Tratado. El ministro plenipotenciario inglés, Henry Southern había llegado a Buenos Aires en octubre de 1847 y se alojó en una casa que estaba en las cercanías de la intersección de las actuales avenidas Scalabrini Ortiz y Corrientes. La residencia del Brigadier General Juan Manuel de Rosas quedaba en las cercanías del actual monumento a Urquiza, en Sarmiento y Figueroa Alcorta. Southern, que era un hombre alto, de casi dos metros de estatura, caminó desde su casa hasta lo de Rosas para firmar la “Convención para restablecer las perfectas relaciones de amistad entre la Confederación Argentina y su majestad británica”, que fue conocida en la posteridad como Tratado Southern-Arana. El acuerdo no fue muy del agrado del british man, en vista de que Rosas no hizo demasiadas concesiones. Cabizbajo, el diplomático inglés regresó a su casa caminando casi con desgano, sumido en la disconformidad. Desde entonces y por 44 años, la actual avenida Scalabrini Ortiz fue conocida como “La calle del ministro inglés”.

En una incomprensible actitud, un decreto firmado por el intendente Federico Pinedo el 27 de noviembre de 1893 cambió el nombre de la avenida, imponiéndole el nombre del ex primer ministro inglés George Canning. El 31 de mayo de 1974, en el tercer gobierno peronista, le fue impuesto el nombre del intelectual argentino Raúl Scalabrini Ortiz, una decisión que fue revocada por la sangrienta dictadura que encabezó desde el 24 de marzo de 1976 el infame general Jorge Rafael Videla, que restituyó el nombre del no menos infame inglés. En 1985, con el regreso de la democracia, el Concejo Deliberante porteño volvió a denominar a la Calle del Ministro Inglés, con el nombre del insigne Raúl Scalabrini Ortiz.

Apostilla modernosa

Con el advenimiento del gobierno libertario, el viejo precepto de la soberanía ya no tiene vigencia. Negocios son negocios. O, mejor: bussines are bussines.

Hace exactamente una semana, el 13 de noviembre último, la Embajada de los Estados Unidos en Argentina publicó un sucinto comunicado, en el que detalló los puntos principales del nuevo Acuerdo Comercial Argentina- Estados Unidos.

Después de algunas consideraciones acerca de la democracia, los valores compartidos y destacando “una visión común de libre empresa”, los norteamericanos explicaron que el mal está bien.

Entre las concesiones que se otorgaron al país del norte, la embajada aseguró que “Argentina brindará acceso preferencial al mercado para exportaciones estadounidenses, incluyendo ciertos medicamentos, productos químicos, maquinaria, productos de tecnologías de la información, dispositivos médicos, vehículos automotores y una amplia gama de productos agrícolas. En reconocimiento a la ambiciosa agenda de reformas de Argentina y sus compromisos comerciales, y en consonancia con el cumplimiento de los requisitos pertinentes de seguridad económica y de las cadenas de suministro, Estados Unidos eliminará los aranceles recíprocos sobre ciertos recursos naturales no disponibles y productos no patentados para aplicaciones farmacéuticas”.

Además, nuestros astutos diplomáticos aceptaron cualquier cosa, como que “Argentina está alineándose con normas internacionales en distintos sectores para facilitar el comercio. Argentina permitirá el ingreso de productos estadounidenses que cumplan con normas aplicables de EE. UU. o internacionales, reglamentos técnicos estadounidenses o procedimientos de evaluación de conformidad de EE. UU. o internacionales, sin exigir requisitos adicionales de evaluación, y continuará eliminando barreras no arancelarias que afecten el comercio en áreas prioritarias. Argentina aceptará la importación de vehículos fabricados en Estados Unidos que cumplan con las normas federales estadounidenses de seguridad vehicular y emisiones, así como certificados de la FDA y autorizaciones previas de comercialización para dispositivos médicos y productos farmacéuticos”.

No contentos con eso, los avispados funcionarios argentinos, decididos a todo, informaron que “Argentina ha abierto su mercado a ganado vivo estadounidense, se ha comprometido a permitir el ingreso de carne aviar de EE. UU. en el plazo de un año y ha acordado no restringir el acceso al mercado de productos que utilicen ciertos términos relacionados con quesos y carnes. Argentina simplificará los procesos de registro de productos para carne vacuna, productos cárnicos, menudencias y productos porcinos estadounidenses, y no aplicará requisitos de registro de instalaciones para productos lácteos importados desde EE. UU.”.

Este desastroso acuerdo comercial traerá años de descalabro económico. Hasta ganado vivo podrán exportar los estadounidenses a Argentina. El corolario es que Scott Bessent es capaz de venderle una heladera a un esquimal. Los 40.000 millones saldrán muy caros. Este “acuerdo”, por de pronto, es sólo un anticipo.

Hemos regresado a 1492, cuando Cristóbal Colón les cambiaba a los ingenuos naturales de América “oro por baratijas”.

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