Otra vez un DNU

Otra vez un DNU


El pasado 21 de enero el Gobierno Nacional volvió a emitir un decreto de necesidad y urgencia, esta vez referido al régimen de extinción de dominio, por el cual se intenta la construcción de una acción civil tendiente al logro de tal propósito, invocando la mora del Congreso para dictar la norma pertinente.

No es del caso analizar las condiciones y exigencias constitucionales para la vigencia de los decretos de necesidad y urgencia, aspectos estos que, por lo demás, ya he abordado en un artículo anterior. Lo que resulta necesario es destacar que, según la Constitución Nacional, en su artículo 99, inciso 3, se establece -entre las competencias propias del Poder Ejecutivo- la regla fundamental que preserva el ámbito de reserva del Poder Legislativo y confiere una facultad estrictamente excepcional a favor del primero:

Artículo 99.- El Presidente de la Nación tiene las siguientes atribuciones:

3. Participa de la formación de las leyes con arreglo a la Constitución, las promulga y hace publicar.

El Poder Ejecutivo no podrá en ningún caso bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir disposiciones de carácter legislativo.

Solamente cuando circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la sanción de las leyes, y no se trate de normas que regulen materia penal, tributaria, electoral o de régimen de los partidos políticos, podrá dictar decretos por razones de necesidad y urgencia, los que serán decididos en acuerdo general de ministros que deberán refrendarlos, conjuntamente con el jefe de gabinete de ministros….”

Según nuestra Constitución Nacional el principio rector es el de rechazar, en forma absoluta, la posibilidad de que el Poder Ejecutivo pueda emitir disposiciones de carácter legislativo. Aún a riesgo de resultar tedioso y obvio, estimo necesario destacar -con toda precisión- el sentido de la prohibición constitucional. Lo que se veda al Poder Ejecutivo es invadir las competencias que la misma norma fundamental asigna al Poder Legislativo; de tal suerte que aquellas materias que deben ser objeto de regulación por el legislador nacional (mediante el instrumento propio de su competencia, que es la ley) no pueden ser objeto de regulación por otro poder del Estado -el Ejecutivo- mediante el dictado de un decreto que asuma aquélla competencia de manera totalmente ilegítima y arbitraria.

Sin embargo, a renglón seguido, el texto constitucional admite que se dicten decretos de necesidad y urgencia, cuando circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por la Constitución para la sanción de las leyes, admitiendo la posibilidad -estrictamente restringida a la configuración de circunstancias que se apartan de lo ordinario- de que el Poder Ejecutivo invada competencias propias del legislativo. Mas, aún en el mencionado marco de excepcionalidad, se preservan algunas materias que resulta imposible sean ocasión del dictado de dichos decretos, tales como la regulación penal, tributaria, electoral o del régimen de los partidos políticos. Queda claro que, en estas cuatro materias enunciadas, no existe la más absoluta posibilidad -ni aún por la vía excepcional que se establece- de soslayar la prohibición general que emana de la imperatividad del párrafo anterior.

En consecuencia, queda absolutamente claro que el dictado de dichos instrumentos jurídicos (decretos de necesidad y urgencia) no es una facultad discrecional del Poder Ejecutivo, sino un instituto de absoluta y restrictiva excepción. Se trata, entonces, de un instrumento de carácter excepcional que, en modo alguno puede emplearse en forma subsidiaria ni, mucho menos, como instrumento jurídico alternativo.

La insistencia en la mención de estas restricciones tiene un sentido particular en el presente caso, habida cuenta que, de verificarse alguno de los supuestos estrictamente prohibidos por la norma constitucional, el instrumento quedaría automáticamente fulminado -en cuanto a su validez- y torna inocuo el análisis de cualesquiera otra de las posibles objeciones de fondo que pudieren formularse.

Cabe pues, analizar si el decreto en análisis pretende regular alguna de las cuatro materias respecto de las cuáles no existe la más absoluta posibilidad -ni aún por la vía excepcional que se establece- de soslayar la prohibición general que emana de la imperatividad del principio basal de división de las competencias entre los diferentes departamentos que ejercen el poder del Estado.

Más allá del ardid con el que se intenta evadir la categórica prohibición emanada del texto constitucional -que lleva a que el decreto apruebe un instrumento anexo titulado “RÉGIMEN PROCESAL DE LA ACCIÓN CIVIL DE EXTINCIÓN DE DOMINIO”, mediante el cual se encubre la materia penal, bajo la apariencia de un proceso de naturaleza civil- categóricamente se trata de la regulación de materia penal. Adviértase que en el propio anexo, en su artículo 6°, al regular la procedencia de dicho régimen, en ocho incisos se regulan sendos supuestos referidos a diferentes delitos que pudieren determinar la existencia de bienes que podrían ser objeto de extinción del dominio. En consecuencia, queda claro que lo que se regula -a pesar del artificioso título- no es más que la instauración de una condena accesoria y, por tanto, de contenido netamente penal prohibido por el texto constitucional como objeto de los decretos de necesidad y urgencia.

Recientemente hemos escuchado diversos análisis del decreto en cuestión que se centran en la eventual inconstitucionalidad del mismo. Algunos sostienen que su contenido resulta contrario a los preceptos constitucionales y, por tanto se encuentra afectada la validez constitucional del instrumento; otros sostienen que al tratarse de la regulación de materia penal, también se hallaría afectada la constitucionalidad, en este caso por contradecir la expresa prohibición contenida en el artículo 99, inciso 3 de nuestra Constitución.

En nuestra opinión, la invalidez del instrumento resulta clara por abordar una materia expresamente prohibida por el texto constitucional, lo que acarrea –en nuestro criterio- lisa y llanamente la nulidad del mismo, fundada en un doble orden de razones, que abordaremos tras una aclaración previa que entendemos necesaria.

Como previo hay que destacar que la nulidad resulta una consecuencia mucho más gravosa que la inconstitucionalidad, sin perjuicio de destacar que toda nulidad lleva ínsita la inconstitucionalidad. En efecto, mientras la inconstitucionalidad se funda en la falta de congruencia o de armonía entre un instrumento jurídico de rango inferior (tratado, ley, decreto, ordenanza, acto jurídico, etc.) con el contenido normativo de la constitución, generándose una cuestión federal, simple o compleja (directa o indirecta) que afecta la validez del mencionado instrumento; la nulidad, entre tanto, se produce como consecuencia del incumplimiento de alguno de los requisitos esenciales de una norma, un acto o un instrumento jurídico. Por lo demás, ese incumplimiento importa una violación a un texto normativo que, también, configura una cuestión federal, simple o compleja (directa o indirecta), con lo que toda nulidad porta el germen de la inconstitucionalidad.

Ahora bien, la nulidad absoluta puede ser alegada por cualquier particular que tenga interés en hacerlo; el Ministerio Público puede pedir su declaración en el sólo interés de la moral o de la ley; no es susceptible de confirmación; es imprescriptible y, produce efectos “erga omnes” y “ex tunc”; lo que significa que puede oponerse a todas las personas y desde siempre, o sea, en forma retroactiva. Precisamente por esta última característica, un acto nulo es un acto inexistente.

En cambio, la inconstitucionalidad sólo puede alegarse por parte interesada que puede ser privada o pública y, si bien, tampoco es susceptible de confirmación y resulta imprescriptible, puede sanearse aunque resulta imprescindible que sea declarada en juicio. Por lo demás sus efectos siempre son “inter partes” y “ex nunc”, o sea, para las partes intervinientes y hacia el futuro.

Retomando el análisis de la validez del instrumento, que nos determinara a predicar su nulidad absoluta e insanable, entendemos que esta consecuencia resulta -como se ha dicho- de un doble orden de razones. Por una parte, porque la mencionada sanción se encuentra prevista en el segundo párrafo del inciso 3° del artículo 99 de la Constitución Nacional, al señalar que el Poder Ejecutivo en ningún caso puede emitir disposiciones de carácter legislativo.

Por otro lado, cabe mencionar que la reciente unificación del Código Civil con el Comercial, ha introducido una sensible modificación al sistema de validez de los actos jurídicos, eliminando la clasificación de las nulidades contenida en el código de Vélez Sarsfield que regulaba la nulidad absoluta y nulidad relativa, por una parte, y distinguía los actos nulos de los anulables, por otra. Actualmente la clasificación sólo abarca la nulidad absoluta y nulidad relativa, siguiendo un esquema que hace ya largo tiempo había sido adoptado por la ley nacional de procedimiento administrativo para los actos administrativos.

Asimismo, superando la discusión doctrinaria acerca de la existencia de actos administrativos de alcance general, y dado que en nuestra ley nacional de procedimiento administrativo (19.549) señala la existencia de dichos actos (artículos 11, 24 y 25), cabe recordar que los mismos son designados doctrinariamente con el nombre de reglamentos y se clasifican en cuatro (4) categorías. Así se nos enseña que los reglamentos pueden ser a) autónomos, b) delegados, c) de ejecución y, d) de necesidad y urgencia. En consecuencia estos últimos reglamentos son actos administrativos que se encuentran regulados en la Ley Nacional de Procedimiento Administrativo, la que, en su artículo 14 establece la nulidad absoluta e insanable (idéntica consecuencia que la señalada en el contenido constitucional) del acto administrativo en el que la voluntad de la administración resultare excluida por error esencial, dolo o violación de la ley aplicable (vicio en el objeto, por resultar jurídicamente imposible).

En consecuencia, los decretos de necesidad y urgencia son actos administrativos que deben ajustarse a todos los requisitos legalmente establecidos para su validez y vigencia, y sujetos a las sanciones allí señaladas en cuanto se aparten de aquéllos requisitos.

Párrafo aparte merece la posibilidad que se esboza de una posible aprobación, por parte de la Comisión Bicameral Permanente del instrumento aquí analizado.

Si, como queda expresado, la nulidad produce efectos “ex tunc” (desde siempre, o sea desde el mismo momento en que se originó el acto), el acto nulo es un acto inexistente, un instrumento que no ha tenido surgimiento en el mundo jurídico, razón por la cual resulta insusceptible de confirmación (art. 387 “in fine” CCCN, ex 1047, tercera parte CC) o de aprobación, por lo que cualquier decisión al respecto se hallaría fulminada por el mismo vicio y produciría una similar consecuencia.

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