Ganancias, ese eterno enemigo

Ganancias, ese eterno enemigo


El año 2002 trajo consigo la salida de la convertibilidad, momento a partir del cual comenzamos a sufrir ciertas cuestiones que por años habían estado olvidadas, entre ellas la inflación permanente, que nos ha acompañado desde esos años hasta los tiempos actuales. El alza constante en los precios generó que cientos de cuestiones de la economía cotidiana hayan comenzado a sufrir distorsiones, muchas de ellas aún no resueltas y que se han agravado con el correr de los años. Una de las cuestiones en las que estas distorsiones se han convertido en un constante reclamo social (o, al menos, de buena parte de los asalariados) es la que refiere a la modificación del impuesto a las ganancias, no tanto por su concepción sino más bien por las características de quienes son alcanzados por el tributo.

Antes de los devastadores efectos inflacionarios que venimos sufriendo durante los últimos 15 años, pocos reclamos se escuchaban desde los diferentes sectores sociales acerca del impuesto a las ganancias. Las razones para que no se hayan alzado muchas voces en crítica fueron varias, pero hay algunas que se destacan sobre otras: el mínimo no imponible del 2001 equivaldría hoy a 170 mil pesos mensuales, lo que infiere que por aquellos años de convertibilidad, el impuesto solo afectaba a un puñado de contribuyentes de ingresos altos, lo que se palpaba como una cuestión justa y redistributiva, que no ameritaba ningún tipo de reclamo. Incluso se lo llegó a alabar como uno de los impuestos más justos dentro de la inentendible estructura impositiva argentina.

Hoy, cuando uno apenas supera los 20 mil pesos de ingreso mensual en relación de dependencia o como autónomo ya sufre los embates del impuesto a las ganancias. Esto, claramente, afecta a buena parte de quienes trabajando dignamente todos los días, con o sin el descuento del impuesto, a duras penas logran cubrir sus necesidades de alimentación, vestimenta, educación, salud y vivienda.

Mientras que la inflación siga conviviendo entre nosotros, de poco servirán las modificaciones que con buena o mala intención puedan realizar nuestros legisladores. En tal caso, solo servirán de paliativo temporario que se transformará en insuficiente a medida que el incremento continuo de precios no concluya y nuevamente los mínimos imponibles, las escalas y los montos de deducciones vuelvan a estar atrasados con la realidad.

En la actualidad, la discusión de la modificación del impuesto a las ganancias no debe ser simplemente por cuestiones de inequidad, ya que también es una carga tributaria que atenta contra el crecimiento y la productividad. No solo es injusto para quienes sin poder lograr cubrir sus necesidades básicas deben igualmente hacerse cargo del tributo, sino que además (ya dejando de lado cuestiones elementales de subsistencia sobre las que no debería haber discusión), al ser un impuesto progresivo, mientras mayor sea el ingreso que uno genere, mayor será el porcentual que uno deberá abonar de impuesto a las ganancias, atentando contra el esfuerzo individual. Quien más ingreso percibe es porque más y mejor produce, o simplemente porque se esfuerza más para lograr sus objetivos, o tal vez porque ha invertido años de su vida en mejorar su nivel de educación, pero el Estado lo castiga con tasas más altas que a quienes no han hecho esto y no han logrado mejorar sus niveles de ingreso. Y esto ya no es una cuestión de atraso en las escalas por la inflación o por errores legislativos al momento de la creación de la ley, sino simplemente porque la progresividad atenta contra los deseos de crecimiento del individuo ya que no se lo acompaña con un premio, sino con un castigo: más impuesto. En tal caso, a todos debería corresponderles la misma tasa impositiva y, así, quién gane más pagará más impuesto, pero siempre en la misma proporción que lo hace el resto de los asalariados.

Mientras se castigue a los que más ganan solo por esa condición, poco futuro tendremos como sociedad. Es momento de hacer una gran reforma tributaria, en la que recién luego de que todos podamos cubrir nuestras necesidades básicas, el Estado nos pueda comenzar a exigir el pago del impuesto a las ganancias, y que con ello se deje de castigar a quien más productivo es, a quien se esfuerza más, a quien ha logrado ser mejor en sus estudios o a quien, simplemente, por lo innovador de sus ideas, ha logrado alcanzar mejores niveles de ingreso. No los culpemos cobrándoles proporcionalmente más impuestos que a quienes no han querido ser acompañados por alguna de estas características. Dejemos que aquel que se esfuerce progrese y no se lo castigue, ya que lo único que lograremos como sociedad será desalentar el esfuerzo individual y pulverizar el desarrollo y la productividad.

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