El corsé institucional

El corsé institucional


“Las mezcolanzas no sirven, no terminan sumando como se piensa”, disparó un decano de la política bonaerense, muy cercano a uno de los precandidatos presidenciales. Lo dijo después de reunirse con dos encuestadores que le comentaron lo que van leyendo del humor social a poco más de un año de que se realicen las primarias.

Según esos consultores, algunas fusiones de electorado dan por ahora resultados poco felices. “La fórmula Binner-Cobos o Cobos-Binner pierde cinco puntos en el camino con respecto a lo que miden por separado. El Frente Amplio Unen mezclado con el Pro tampoco rinde. La única combinación que resulta algo exitosa es la de Massa-Macri”, tradujo el dirigente peronista.

El caótico TEG político argentino busca candidatos fuertes que estructuren un armado de arriba hacia abajo, con pocos reparos en alcanzar la coherencia ideológica o programática. La necesidad de pegotear varias partes de una sociedad cada vez más heterogénea para construir una opción única provoca estos combinados de espacios políticos que no terminan de convencer a nadie. El sistema exhibe –una vez más– su corsé institucional.

El agotamiento del hiperpresidencialismo

La Constitución especifica que nuestro país se rige por un sistema presidencialista, republicano y federal, con contrapesos y controles entre los diferentes poderes. La praxis muestra que en realidad el modelo argentino es cada vez más centralista y personalista, tal vez una respuesta al caos que deriva del hecho de que el poder termina siendo indiscutiblemente de uno solo.

Sin embargo, en los sistemas parlamentaristas la ley suaviza esa fricción otorgándole a la mayoría legislativa coyuntural el control del Ejecutivo, asignando el poder según lo defina esa misma mayoría, pudiendo ser un solo partido, o cinco, o los que fueran necesarios para alcanzar la mitad más uno. Es así cómo los diputados se vuelven ministros, el primer ministro un primus inter pares y las carteras se reparten entre los partidos según la representación que el electorado decidió.

¿Complejo? Todo lo contrario: el poder está más disuelto –en vez de concentrado en una sola figura– y al poderse repartir entre varios partidos políticos hace que sea más atractivo para todos alcanzar acuerdos y que la propia sociedad premie llegar a consensos, porque de esa forma se pone en marcha el gobierno, en vez de considerar los pactos como una transigencia.

Para los denostadores de este modelo, que lo acusan de ser inestable o poco ejecutivo, es bueno recordarles que Brasil, Chile y Uruguay son países presidencialistas pero que en los hechos terminaron funcionando como sistemas parlamentaristas, solo que preelectorales y no pos. Debido a la atomización en varios partidos políticos, para alcanzar el poder debieron constituir alianzas interpartidarias previas a los comicios.

Con la caída del bipartidismo y sin una única opción opositora que aglutine suficiente cantidad de votos para asegurarse el pase al balotaje, el sistema argentino necesita un cambio, sea legal, reformando al menos parcialmente el presidencialismo, o convertirse en la práctica en un modelo como el de los países vecinos.

En una sociedad que suele ver los pactos con sospecha permanente y con el recuerdo de la Alianza todavía fresco, es muy difícil que grandes coaliciones se puedan formar antes de los comicios y dar previsibilidad.

La posible mezcolanza de Binner con Cobos (o la realizada por De Narváez con Alfonsín) confunde al electorado antes de votar y no deja claro cuál es el horizonte de país que buscan, con el agregado de que los lugares en las listas se reparten basados en criterios que muchas veces no son el poder de fuego electoral sino el del aparato.

Si el Parlamento definiese el gobierno según las sensibilidades que la gente votó, la negociación sería más honesta, menos crispada y, sobre todo, más duradera, además de que el Ejecutivo no debería desgastarse tanto ante la aprobación de leyes (porque ya contaría con una mayoría previsible) como lo hace en el presidencialismo cuando no tiene quórum propio.

Eugenio Zaffaroni, ministro de la Corte Suprema, y el expresidente Eduardo Duhalde son los lobbistas más reconocidos a favor del parlamentarismo. Llamativo que no lo sean los dirigentes no peronistas, quienes, sin tener un sistema que facilite los acuerdos, van a tener cada vez más difícil el acceso al poder en comparación con el PJ.

Si bien las PASO ayudan a ordenar la fragmentación partidaria, no ayudan a ordenar el caos en el Ejecutivo si una coalición muy heterogénea (por ejemplo el FAU) logra llegar al poder. Tampoco si un partido logra en primera vuelta casi la mayoría en las Cámaras pero en balotaje pierde (caso porteño Macri versus Ibarra en 2003).

Todos estos escenarios en 2015 son posibles y tienen finales abiertos. Entre tantas discusiones de coyuntura, a veces sin sentido, sería bueno intercalar este viejo debate que los argentinos se deben, aunque no lo sepan.

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