Descriminalizar las sustancias estupefacientes

Descriminalizar las sustancias estupefacientes


En el año 2003 en un reportaje Gabriel García Márquez planteó, que no había otra solución para el tema de las drogas que su despenalización. En realidad el enorme Gabo hacía varios años que venía planteando el tema. En sus antípodas ideológicas, su colega Mario Vargas Llosa también adhirió hace unos años a la posibilidad de la descriminalización. Algunos que somos muchos más lentos, tardamos más en darnos cuenta a pesar de haber analizado el narcotráfico durante años.

Me parece importante plantear en primer término, la destrucción criminal y masiva que provocan las sustancias estupefacientes, en buena medida merced a su ilegalización. La situación actual en nuestra América es siniestra: 120 millones de norteamericanos adictos –más de una tercera parte de su población- consumiendo estupefacientes, en un marco tal que cerca de un 90% de los productos provienen de México (incluyendo clorhidrato de cocaína producido en Colombia y en menor medida en Perú). La DEA off the record acepta la existencia de 60 millones de adictos, coherente con el reconocimiento oficial de USA de que en Vietnam murieron 58 mil de sus soldados, cuando habrían muerto más del doble de esa cifra.

Ya en el marco de nuestra Latinoamérica, podemos observar hace varios años, la formación gradual de narco estados. Los narcotraficantes comienzan a manejar en buena medida jueces y fiscales, clases políticas y fuerzas de seguridad y armadas. En muchos de nuestros países podemos observar la existencia de Territorios Liberados hace varios años, en los cuales el narco es amo y señor: el Valle de los ríos Apurimac, Ene y Mantaro con sus 19 mil hectáreas –VRAEM- en Perú, la Amazonia peruana y brasileña, las favelas de Río de Janeiro nuevamente casi todas en manos de lo que se denomina “el Poder Armado Paralelo”, gran parte de la selva de Bolivia, enormes territorios de Colombia o la Villa 1-11-14 del Bajo Flores de Argentina, son solo algunos ejemplos.

Estamos contaminados además por “la gran mentira de la Guerra Contra las Drogas”, cuyo copyright le pertenece en gran medida a la DEA y la CIA, tal como detallo en mi blog jorrodblog.wordpress.com : “una suma de negocios que representan alrededor de una tercera parte del PBI mexicano, y un mercado norteamericano con cifras que se vuelven incalculables, con varias agencias gubernamentales mojando el pan en la sopa del negocio narco: DEA, CIA, ICE, NSA, FBI, etc. Hasta la década del 80 la CIA manejaba estos negocios, pero luego de varios escándalos tales como los de Irán, los contras y otros, la DEA habría comenzado a desplazarla a pasos agigantados, con varios muertos de ambos en el medio (el más conocido fue el extraordinario agente de la DEA Kiki Camarena, asesinado el 9.9.95 por dos sujetos de la CIA y por narcos mexicanos del Cártel de Guadalajara”. La gravedad del caso mexicano, se expresa en la existencia de 130 carteles documentados judicialmente, sus 80 muertos diarios, 120 periodistas masacrados en unos dos años, el nivel absoluto de corrupción de todas las instituciones y como fondo, el gran mercado norteamericano. Y para que nos sirva de ejemplo en Argentina, al poner a “trabajar” en los territorios mexicanos a Ejército y Marina, se incrementaron la corrupción, las torturas y la aparición de escuadrones de la muerte cuasi oficiales.

Las mentiras de los gobiernos pueden verse también en lo que ocurre en Colombia y Perú. Ambos países tienen cientos de productores de cocaína, en el caso de Colombia casi solo se controla el Aeropuerto de El Dorado de Bogotá y en Perú el Aeropuerto Jorge Chávez del Callao, el resto del territorio está casi todo liberado, con los inmensos afluentes del Amazonas, que permiten llegar los productos a Brasil, de allí pasar a los países africanos, para terminar en Europa y Asia. Distintas fuentes estiman que en los dos países la producción y venta de clorhidrato de cocaína y pasta básica bruta y neta, representan entre una cuarta y una quinta parte del PBI de los mismos.

La penalización de estupefacientes puede ser comparada con la Ley Seca de Alcohol de Estados Unidos (1920 a 1933). Miles de personas morían cada año por destilaciones lamentables realizadas en los campos sin ningunos controles, y otros miles de usuarios quedaban gravemente enfermos. Al legalizarla algunas fuentes comentaron que no se incrementó el consumo de alcohol, en tanto otras estimaron un leve incremento con una baja a los tres o cuatro años. Lo concreto es que se metió el problema en caja, bebieron tranquilos quienes quisieron, los que no quisieron no bebieron, el estado cobró billones en impuestos y se crearon miles de puestos de trabajo.

No es casual que en los países en los cuales los sistemas sanitarios estatales son más fuertes y definidos –en los cuales impera la salud más que el mercado- se hayan comenzado a despenalizar gradualmente las sustancias estupefacientes. Estamos hablando de Canadá, España especialmente Cataluña, Inglaterra, Francia, Suecia, Noruega y en cierta medida también Holanda y Bélgica, entre otros. En la mayoría de los casos, se diseña un sistema sanitario, en el cual el adicto tiene una tarjeta a su nombre, concurre al médico, recibe la receta de la sustancia y la compra en una farmacia (las drogas son producidas por laboratorios o incluso por el estado). Esto garantiza que el adicto, recibe drogas de verdad y no venenos, es decir “productos no aptos para consumo humano”, conforme la definición de Organización Mundial de la Salud. En distintos barrios de Londres, podemos observar pequeñas clínicas a las cuáles concurren los adictos más pobres, reciben atención médica y comida, más los estupefacientes y hasta las jeringas. Se combate sanitariamente a la epidemia de heroína, no deteniendo al adicto, sino tratándolo de llevar al consumo menos dañino de metadona, en una primera etapa.

La inversión sanitaria descripta –inversión y no gasto- resulta mucho más económica y productiva, que los proyectos costosos y delirantes de “la guerra contra las drogas” y “el combate al narcotráfico”. Esta cuestión además, permite liberar recursos para ser utilizados en desarmar redes de tratas de personas, contrabando y otras organizaciones criminales desarrolladas. Por otra parte, estas cuestiones implican comenzar a ahogar financieramente al narcotraficante: las “bolsitas” que venden en las calles las trans peruanas, las prostis dominicanas o los distintos “punteros” en todos los barrios, cuestan entre 100 y 150 pesos –tienen un 30% de cocaína o menos- y el producto adquirido en la farmacia con receta médica podría alcanzar los 15 o 20 pesos, pero con un nivel superior al 90% de clorhidrato de cocaína verdadero, tal como el que producía el laboratorio Merck hace casi un siglo en USA.

Aquí en esta instancia, justamente es donde saltan furiosos y enardecidos los cardúmenes de trogloditas -como ocurre con la discusión de la ley de interrupción al embarazo- en este caso financiados por los que reciben dineros de los narcotraficantes: gran parte de los jueces y fiscales federales, cúpulas de las fuerzas de seguridad y unos cuantos de sus integrantes, políticos nacionales, provinciales y municipales, cientos de letrados que viven de defender a los traficantes, y por supuesto los niveles medios y altos de la iglesia católica. Resulta obvio que quienes no consumieron cocaína, ni ácido, ni anfetas, no van a comenzar a consumirla porque sea legal, como lo demuestran las estadísticas de los países mencionados y también las de Uruguay. Y en esta cuestión de lo legal o lo ilegal, también la sociedad debe terminar definiendo, si se prioriza la salud pública o se prioriza el mercado, además de si nos decidimos verdaderamente a parar el avance del narco estado.

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