Cuadros y partidos por graffitis y cacerolas

Cuadros y partidos por graffitis y cacerolas

"El Estado no es para cualquier advenedizo. Tiene sus reglas. Las de una empresa privada no pueden, de ninguna manera, ser extrapoladas".


Es 9 de julio al momento de escribir esta columna. Se impone entonces, comenzar con una mención al Día de la Independencia, un hecho clave ocurrido en un momento extremadamente difícil del proceso descolonizador sudamericano. Recordemos que en 1816, las Provincias Unidas del Sud corrían serio riesgo de caer en manos españolas tras el aniquilamiento del Ejército del Norte, y que para empeorar las cosas, Bernardo de O’Higgins había sido derrotado en Chile por el coronel Mariano de Osorio, enviado por el brigadier Pezuela (jefe militar del Virreinato del Perú). O’Higgins había tenido que refugiarse en Cuyo, gobernado por José de San Martín. Mientras se declaraba la Independencia, el General San Martín preparaba el Ejército de Los Andes y la campaña que culminaría con éxito cinco años después, con la ocupación de Lima por parte de las fuerzas libertadoras.

Si hoy recordamos el 9 de julio, es porque detrás de la determinación de esos 29 hombres que firmaron el acta de la Independencia nacional, hubo una continuidad de acciones que permitieron el triunfo de la revolución americana. Todo acto fundacional, como el Día de la Independencia, es vivido con inmensa euforia por sus protagonistas. Lo difícil es sostener esos principios en el tiempo. Para eso se necesitan personas que estén a la altura de las circunstancias. Dirigentes, cuadros políticos. Y también partidos. Sino, en lugar de una alternativa real de poder, sólo queda el vacío.

El mayo francés del 68 o el diciembre argentino del 2001 son ejemplos de la nada detrás de la embriaguez inicial. La imaginación, a los franceses de la Sorbona les duró un mes, demasiado poco como para llevarla al poder. Nuestro "que se vayan todos" se extendió apenas unos días más y se diluyó entre asambleas barriales que terminaron siendo cooptadas por la izquierda (que sí sabe formar dirigentes) o convertidas en reuniones de consorcio en las que se discutían estupideces tales como que sus miembros, en lugar de "compañeros", debían denominarse "vecinos". ¿Quién le puso el cascabel al gato? Duhalde. Y claro, era más divertido y fácil tocar la cacerola.

El Estado no es para cualquier advenedizo. Tiene sus reglas. Las de una empresa privada no pueden, de ninguna manera, ser extrapoladas. La política manda, impone y define la gestión. Y toda gestión es ideológica. También el Estado tiene sus vicios, sus corrupciones internas y las trabas de la burocracia. El premio a un buen mandato no es precisamente monetario: las empresas siempre pagan más. La recompensa debería ser el prestigio. Sólo que el Estado, tras años de pésimas administraciones, está devaluado y ser funcionario público lleva consigo la carga de la sospecha permanente. El funcionario, al asumir, siempre está tres goles abajo en el marcador.

Si descontamos por utópica la consigna anarquista de la supresión total del Estado, quedan frente al mismo dos posturas antagónicas. Una proclama su reducción y la tercerización de sus funciones hacia empresas, fundaciones u otra clase de ONG’s, con la excusa de que éstas son más "eficientes" y/o "transparentes". Es el atajo que lleva a la degradación del Estado, que termina delegando sus obligaciones. Esta idea va de la mano del discurso neoliberal, de la privatización, del reemplazo de la política por la tecnocracia. Los resultados ya los conocemos.

El otro camino, más largo pero más acertado, es mejorar el Estado. La dificultad aquí radica en que es el mismo paciente el que debe medicarse. En esta opción, dos cuestiones son innegociables: la educación, para formar dirigentes competentes y responsables, y la justicia, para que las instituciones funcionen como deben. También, que los funcionarios jerárquicos, a la hora de elegir un equipo de trabajo, hagan primar la idoneidad por sobre la amistad, ya sea la que sientan por los compañeros del Nacional Buenos Aires o por los del Cardenal Newman. Y que, de una vez, se termine con la costumbre de empezar de cero cada gestión. Lo que el otro hizo antes, no puede estar todo mal. El Estado sólo se cura con políticas de Estado.

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