La muerte de un precursor

La muerte de un precursor

"El presidente honorario del grupo Techint, Roberto Rocca, murió ayer en Milán". Pensé que yo había perdido un año y me dio vergüenza.


Faltan pocos días para que se cumpla un año. El viernes 21 de junio de 2002, a las nueve de la noche, entré el edificio Kavanagh, subí al piso 11 y toqué el timbre del departamento E: el pied-à-terre porteño de Roberto Rocca.

Estaba invitado a comer con él y Sergio Einaudi. Yo me había imaginado una cena de temario arborescente, y me ilusionaba con ser beneficiario -una vez más- de la renacentista conversación de Roberto.

Sin embargo, también iba preparado a padecer un breve interrogatorio sobre las penurias patrias del momento: el desencanto de los argentinos con la política, las elecciones que se avecinaban y, sobre todo, la fastidiosa vida doméstica del radicalismo.

Al principio -quizás porque los ojos sólo ven aquello que quieren ver- su rostro me había parecido marchito. Pensé que, tras la muerte de su hijo Agostino, no había logrado (y ya no lograría) recomponer su espíritu.

El exordio de la cena duró apenas minutos. Hablamos del otro Agostino: su padre, el fundador del imperio. Le dije, y a él pareció divertirlo la revelación, que había conocido al "viejo Rocca" a mis 22 años, cuando era un periodista novato, especializado prematuramente en economía.

Al rato pasamos a la mesa y Roberto dispuso que yo ocupara la cabecera: un sitial que -comprendí de inmediato- esta vez correspondía a un examinado.

Sentado a mi izquierda, él no tardó en sacar, de un bolsillo, dos hojas de papel. Estaban escritas a máquina y, cuando las colocó al lado de su plato, comprendí que eran el guión de la cena. Ese guión le permitió ser, a la vez, lacónico y elocuente.

El infortunio de la Argentina (dijo) había comenzado con la destrucción de industrias. La recuperación demandaba un nuevo desarrollismo. Arturo Frondizi había sido un visionario incomprendido. Ahora, no sólo debíamos recuperar el tiempo perdido: era necesario anticiparse al futuro.

"La Argentina necesita un partido nacional comprometido con el desarrollo", sentenció. Luego de una pausa me preguntó si yo estaba dispuesto a trabajar por esa idea.

La pregunta me desconcertó y respondí con algunos lugares comunes. Coincidí en su tesis postrera ("sin industria no hay nación") y sostuve que, para impulsar el desarrollo industrial no basta un partido, sino que se requiere un establishment "en el buen sentido de la palabra": una asociación de dirigentes, públicos y privados "complotada" para defender el interés general.

También advertí -luego de hablar de Frondizi, de quien fui admirador y amigo- que el mundo no es el de medio siglo atrás. Reconocí que petróleo y acero seguían siendo importantes, pero subrayé que la "sociedad del conocimiento" requería algo más que capitales extranjeros orientados a la gran industria. El explosivo desarrollo de la técnica había creado nuevas industrias, las comunicaciones instantáneas habían dado lugar a un mercado global, y el nuevo desarrollismo -expliqué, como si no fuera obvio- no podía ser apenas un retoque del antiguo.

"Le voy a regalar un libro de Luigi Einaudi", se limitó a responderme Roberto. "Se llama Un Principe Mercante, y tiene un subtítulo engañoso: Studio Sulla Espansione Coloniale Italiana. A usted va a interesarle. Va a ver cómo, ya en el año 1900, Einaudi tenía una visión global, y hablaba de cosas tales como el capital humano, la excelencia y la promoción de exportaciones".

Luego, mientras tomábamos café, me recomendó: "Piense lo que le dije. Hace falta un partido nacional cuyo objetivo sea el desarrollo. Yo no me meto en política. No digo cuál tiene que ser ese partido, ni sé si debe ser un partido nuevo o no. Lo importante es que sea nacional, y que sus líderes comprendan cómo se hace crecer a un país".

La cena no se prolongó. El tenía otro compromiso y dejó el departamento junto con Sergio y conmigo. Nos despedimos en la vereda, frente a la Plaza San Martín.

El 24 de junio me envió la obra de Einaudi, junto con una esquela: "Cómo prometido, le acompaño un ejemplar del libro…".

Me asombró encontrar en ese libro, escrito hace 103 años, ideas que a menudo suponemos forjadas en la última parte del siglo 20.

Roberto tenía razón: Einaudi decía que los italianos habían sido "fornitori de capitali e fornitori di uomini": una frase que, en nuestra económica finisecular, equivaldría a "inversores financieros y proveedores de capital humano". Le concedía, además, gran importancia al "lavoro scelta", es decir, a la "mano de obra calificada".

Hace un siglo, nadie ignoraba la importancia de la mano de obra, pero las teorías sobre el desarrollo que gobernaron el pensamiento económico durante décadas le daban preeminencia al factor capital y no valoraban adecuadamente el "lavoro scelto". Cuando le agradecí el libro, le reconocí a Roberto que en esas páginas estaban las ideas centrales de la bibliografía económica actual: ya en aquel texto se decía que el desarrollo depende tanto de los recursos humanos como del capital; y Einaudi reclamaba comprensión del fenómeno tecnológico, que requiere personal calificado para ocuparse de máquinas y procesos.

También debí admitir que los Consorzi d’Esportazioni, propuestos por aquel hombre, eran precursores de las instituciones que -décadas más tarde- jugarían un papel protagónico en la expansión de los NIC: los Nuevos Países Industriales.

Todo ocurrió hace casi un año.

No volví a ver a Roberto. Nos habíamos hecho la promesa telefónica de otra cena, para profundizar la idea de un movimiento de fuerzas -políticas, económicas y sociales- que impulsara el desarrollo industrial y tecnológico.

Sus continuos viajes, y mis avatares, impidieron ese encuentro. La idea del partido nacional, dedicado al desarrollo, estuvo presente en cada uno de mis movimientos. Concretarla requería una suma de fuerzas y no se podía desperdiciar las ganas de aquel hacedor.

Anteayer, mientras escribía en mi computadora, un flash apareció en la pantalla: "El presidente honorario del grupo Techint, Roberto Rocca, murió ayer en Milán". Pensé que yo había perdido un año y me dio vergüenza. Sobre todo pensando en ese hombre, que no perdió ninguno de los 81 que le tocó vivir.

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