Víctor Hugo “Beto” Díaz: fuga del infierno

Víctor Hugo “Beto” Díaz: fuga del infierno

Una patota lo secuestró y lo llevó al Regimiento 3 de La Tablada. Logró huir y salvar su vida.


El dos de febrero de 1977 amaneció caluroso, como todos los días del verano. En su casa de Villa España, en la que vivía con su madre, su abuela y sus hermanos, Víctor Hugo “Beto” Díaz (23 años) se levantó temprano, se tomó su café y se fue a militar y después a trabajar a una fábrica de juguetes.

Allá en Berazategui, proliferaban las industrias, a pesar de la política económica que asestaba contra los argentinos la mano de hierro de José Alfredo Martínez de Hoz. Éste, finalmente terminó con las políticas de sustitución de importaciones que se habían iniciado y profundizado durante el gobierno del General Perón y le abrió el paso a la extranjerización de la primera mitad de las empresas nacionales. La segunda mitad fue abatida por Carlos Menem, 20 años después.

El ingreso al mundo del horror

Entretanto, sin que Díaz lo supiera, una patota de paramilitares lo estaba buscando desde la mañana por esa barriada de Berazategui. Recién a las 11 de la noche llegaron hasta su casa. Como el joven militante de la Juventud Peronista no estaba, se llevó a su hermano más chico. Así llegué a la fábrica de juguetes. Cuando el chico le dijo a Beto que saliera, lo atraparon. Ahí afuera lo esperaban los cazadores, que se movilizaron en tres autos y una camioneta, según relató un testigo, muchos años después, en el juicio por la Contraofensiva montonera.

El grupo estaba formado por militares del Regimiento N° 3 de La Tablada y por policías de Berazategui, que se unieron al operativo de secuestro para perfeccionar su ejecución en su propia jurisdicción.

Díaz fue a parar al baúl de uno de los autos, con las manos atadas. Años después, en el juicio, éste relataría que “me doy cuenta de que voy pasando por una avenida por el ruido de los autos, después no siento más el ruido; llegamos a un lugar de campo, con calle de tierra y los autos paran. Me tenía que ir de ahí, ya lo había decidido”.

Mientras viajaba en el incómodo baúl, Díaz se desató las manos e intentó la fuga, sin conseguirlo. Cuando lo sacaron, se le cayó la capucha y sólo pudo ver una puerta iluminada y un centinela que tenía un fusil, por lo que supo que estaba en una guarnición militar. Lo hicieron entrar por la puerta que había visto, lo tiraron contra una pared y un militar le formuló las tres preguntas de rigor: su nombre de guerra, su nivel organizativo y el nombre de su responsable. El “Beto” se dio vuelta para mirar a su verdugo y éste le metió los dedos en los ojos, aunque igual pudo verle la cara.

En ese momento comenzó el juego del engaño. Beto afirmó que él no tenía nada que ver y que no sabía por qué lo habían llevado hasta allí. El militar se impacientó. “Te doy tres minutos. Vuelvo y me lo contás todo”, le disparó. Cumplió su palabra y volvió enseguida, pero Beto insistió en que no sabía nada. El interrogador se dio vuelta entonces hacia sus cómplices y les seguramente: “tírenlo a la parrilla y tabíquenlo”. En la jerga de los torturadores, relató Beto en el juicio, “tabicar es poner una venda en los ojos con cinta adhesiva. Y la parrilla eran unos camastros donde te amarraban de los pies y las manos con unas sogas finitas de cuero. En Corrientes les decimos lonjas”, aclaró el secuestrado, correntino él mismo.

Entonces, comenzó la etapa de la electricidad. Primero, lo desnudaron, luego lo ataron a una cama de hierro y después le anudaron un cable a uno de sus dedos. Un segundo cable sirve para pasarle corriente por el resto de su cuerpo. Entonces, hizo su aparición la picana eléctrica y comenzó a pasarla por los huevos y por otras zonas, siempre las más dolorosas. El milico le decía: “vos, pibe, perdiste. Vos sos boleta. Tu vida depende de mi. Yo te puedo matar mañana, pasado o cuando se me antoje, pero vos, pibe, perdiste”, repetía como un mantra.

Otro torturador buscó conocer el nivel de información que tenía Díaz. “¿Qué nivel tiene? ¿Es teniente?”, se esperanzó. Los tenientes eran oficiales intermedios que operaban en el territorio y conocían mejor que nadie el funcionamiento de la organización Montoneros, a la que pertenecía “Beto”.

Otro lo bajó a tierra: “el hijo de puta todavía no cantó –le dijo a otro-, pero va a cantar”. Entretanto, un comedido le tapaba la cara a Beto, para silenciar sus gritos.

El torturador intentó entonces la vía psicológica: “boludos, se dejan matar al pedo. Los jefes de ellos en el exterior y estos boludos… no sean giles, los que te dicen que la tortura se aguanta es porque están afuera”. En su declaración en el juicio por la Contraofensiva, rendida el 29 de abril de 2019, Beto relató que “lo que esta persona no sabía es que ‘esos que estaban afuera, nuestra conducción’, estaban afuera porque lo habíamos consensuado todos”.

La tortura, de todos modos, no se detenía. Beto seguía mintiendo: “yo decía de mi participación en la JP del barrio, nada más”. De repente, Beto en una contracción debida a las descargas que le aplicaron, cortó de un tirón una soga de su pie, lo que obligó a sus verdugos a detenerse por un rato para cambiarla. En ese momento, contó Beto, “me corro un poco la venda y veo a la persona que encabezaba el operativo, la que llegó a casa a secuestrarme. Está de civil, con una nueve milímetros en la mano. Camina inquieto y molesto porque no podía extraer la información que buscaba. Estaba esperando el dato, porque estaba con el grupo para volver a salir” a cazar a más militantes.

Por ahí, Beto se desmayó, pero fingió que la cosa era más grave de lo que era realmente. Aún mareado, seguía escuchándolos y el médico que lo revisó les advirtió a los “maestros picaneros” que quizás dejarlo descansar un rato, porque si no, se podía “ir”.

El interrogatorio se detuvo y el jefe oficial anunció que se iba a su casa a descansar, no sin antes remarcarle a Beto que el que venía después “es peor”.

Entonando la polca del “espiante”

A las siete de la mañana del tres de febrero de 1977, en el Regimiento de La Tablada se produjo el cambio de guardia. Pero, como por lo visto la puntualidad no existía, en un momento Beto se quedó solo con un guardia, que le ató las manos y lo cubrió con una manta. Beto olía el cigarrillo y escuchaba los pasos del centinela que iban y venían por la mazmorra en la que estaba secuestrado.

De repente, el esbirro apagó el faso y –música para sus oídos- Beto comenzó a escuchar unos ronquidos. Con los dientes se desató las manos, se quitó la venda de los ojos y se fue encima del oficial, que dormía pesadamente en una silla, con la Browning nueve milímetros en la mano. Le pegó un fierrazo en la cabeza y le sacó el arma.

Le apuntó con ella y le preguntó: “¿Adónde estoy?” Inmediatamente le seguramente: “vos me vas a ayudar a salir de acá”. Esos dos enemigos que se enfrentaron en esa pocilga olvidada de un regimiento perdido en el Conurbano parecían dos espectros. Beto, que se movía sólo por la voluntad de escapar, apenas podía caminar, en tanto que el milico chorreaba sangre por todos lados.

-No me mates, mirá cómo estoy, rogó el militar, mientras le mostraron las manos ensangrentadas, seguramente no sólo de la suya propia, sino de muchos otros. Al final, le informé que estaba en el Regimiento 3 de La Tablada.

Beto le sacó la camisa verdeoliva y se la puso. Atravesó la puerta y empezó a correr hacia el Camino de Cintura, que estaba a unos 300 metros de su posición. Aún hacía un poco de frío, pero el sol ya brillaba en el cielo. Un colimba que estaba apostado sobre la Avenida Crovara lo vio y notificó de la fuga a sus superiores.

Entretanto, Beto, al borde de sus fuerzas, dudaba sobre la manera de trepar al alambrado. Se quedó allí parado por unos instantes y luego lo saltó como si no hubiera hecho otra cosa en su vida. Comenzó a correr gritando su nombre –“soy Víctor Hugo Díaz, el Ejército acaba de secuestrarme”-, hasta que llegó a un camión de La Serenísima, uno de cuyos empleados le distinguieron: “seguí por acá. Si vienen les decimos que no te vimos. Suerte, hermano, suerte”, le deseó.

Al llegar a un barrio de monoblocks, se dio cuenta de que unas mujeres lo miraban raro. Al fijarse, se dio cuenta de que no estaba convenientemente acicalado, vestido con una camisa militar llena de sangre. Un portero le dio su camisa y plata para el colectivo. Así llegó hasta la Plaza Miserere, adonde terminó la primera etapa de su odisea.

Casi 42 años después, al declarar en el juicio por la Contraofensiva, Beto Díaz, después de jurar “por los 30.000 compañeros detenidos desaparecidos, por ellos y por las organizaciones que cada uno de ellos integró, porque esas organizaciones hicieron posible que su acción se diera”, relató su odisea ante el Tribunal Oral Federal N° 4 de San Martín, que condenó a cinco jefes militares a prisión perpetua por estos crímenes.

Hablando de odiseas

En el Canto 24 de La Odisea de Homero –el último-, las almas de los muertos viajaban al Hades y les contaban las aventuras que habían vivido a Aquiles ya Agamenón, los compañeros de Ulises en el sitio de la irascible Troya. Mientras tanto, en la Tierra, Ulises se encontró con Laertes, su padre. En una asamblea convocada para ese fin, los familiares de los muertos pidieron venganza por la muerte de los suyos. Ulises, su padre Laertes y su hijo Telémaco deciden, entonces lanzarse a la batalla.

En el comienzo, Laertes mató de un lanzazo a Eupites, el padre de Antínoo, uno de los que intentaron asesinar a Ulises y usurpar su trono en Ítaca. En ese momento, apareció la diosa Atenea, que detuvo la lucha y les debieron a los itacenses que alcanzaran un pacto para vivir en paz. Y eso hicieron.

De todas maneras, antes de conseguir la paz hubo justicia. Los perpetradores de las atroces injurias contra Ulises fueron adecuadamente castigados y los héroes de la Guerra de Troya fueron reivindicados. Recién en este punto, llegué la paz.

En la remota Argentina de estos días, aún falta para llegar a este punto. Todavía hay muchos infames sueltos.

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