Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF) no es una empresa, es un símbolo y una parte importante de la historia argentina. Desde su creación fue un factor fundamental del desarrollo industrial. Tanto es así que, producto de su desastrosa y perversa privatización, toda la Patagonia sintió el impacto y la crisis en el sur de nuestra Patria aún no fue superada, 26 años después.
El 22 de junio de 1999, el gobierno de Carlos Menem autorizó por decreto, de manera fraudulenta, la venta de la petrolera nacional. Este procedimiento debió haber sido aprobado o desaprobado en el Congreso, pero en ese tiempo esta benemérita institución se mantenía en un pusilánime silencio, similar al que sostiene en los días que corren frente a los atropellos a los que somete la administración Milei. Lo peor es que, en 1999, los nuevos dueños de la petrolera se comportaron igual que todos los otros adjudicatarios de las demás empresas que se privatizaron por aquellos días, es decir, como filibusteros enfundados en elegantes trajes londinenses, similares a los de aquellos piratas que depredaron los mares entre los siglos 17 y 18.
La empresa española Repsol se convirtió de esta manera en la dueña de YPF y la primera decisión de su nuevo directorio fue la de invertir en la explotación de los pozos preexistentes, pero no poner ni un dólar en exploraciones que permitieran expandir las posibilidades de crecimiento de la oferta hidrocarburífera.
Por si esto fuera poco -y esto ya fue responsabilidad del gobierno cipayo y entreguista que la privatizó-, YPF invertía desde su creación en las comunidades en las que ejercía su actividad. De esta manera, cuando llegó a su fin, las localidades de Cutral Có y Plaza Huincul fueron el epicentro de fuertes protestas, que culminaron con el asesinato de la docente Teresa Rodríguez y con cuatro manifestantes más heridos de bala.
Hace 103 años nacía YPF
La historia del petróleo argentino comenzó en 1907 en Comodoro Rivadavia, adonde funcionó el primer pozo. De todos modos, YPF fue creada el tres de junio de 1922, en las postrimerías del primer mandato presidencial de Hipólito Yrigoyen. El objetivo de la empresa era lograr el autoabastecimiento petrolero y gasífero para la Argentina.
El General e ingeniero Enrique Mosconi fue el primer presidente de la empresa, que no sólo desarrolló su tarea extractiva, sino que incluyó una política social, con beneficios para los trabajadores.
Luego YPF comenzó a desarrollar una red de estaciones de servicio, para lo cual en 1925 estableció una alianza con Auger & Co., que resultó en la apertura de más de 700 surtidores en todo el país. En 1930, esta red vendió 178 millones de litros, que significaban el 18% del mercado. Ese año, la empresa facturó 25 millones de dólares.
Luego, la empresa se asoció con algunas firmas extranjeras, entre las que se contaba la empresa soviética Iuyamtorg (Compañía de Intercambio Comercial entre Rusia y América del Sur), que importaba desde nuestro país cueros, lana y extracto de quebracho a cambio del petróleo ruso. Cuando se le preguntó a Yrigoyen por las razones de esta alianza, contestó que los soviéticos nos vendían su petróleo a once centavos, contra los 25 centavos que costaba el petróleo americano. Como era de esperar, el golpe que encabezó el minúsculo general José Félix Uriburu, abortó esta asociación. El escritor norteamericano Waldo Frank, uno de los pocos hispanistas y latinoamericanistas de su país en aquellos tiempos, denunció que el golpe del seis de septiembre de 1930 tenía “olor a petróleo”, algo que confirmaron los ministros del gabinete de Uriburu, varios de los cuales pertenecían a la norteamericana Standard Oil y a la anglo-holandesa Royal Dutch Shell.
Desde entonces, la empresa operó bajo asedio constante, ora por las empresas extranjeras que buscan disputarle mercado, ora por gobiernos entreguistas, que la desfinanciaron, como José Alfredo Martínez de Hoz, que la obligó a tomar una deuda externa de cuyos fondos la petrolera no recibió un solo peso y además nombró a gerentes que venían de Shell y Esso. También se fomentó la construcción de la refinería Shell en Dock Sud en 1931, obra ésta debida a la “permisividad” del general minúsculo.
YPF fue siempre, mientras estuvo en manos del Estado, la empresa más grande del país, una posición que quedó sumamente reducida cuando fue adquirida por Repsol, en 1999. Desde entonces, sobrevino el desastre. Incluso antes de que fuera privatizada, la empresa despidió a 3.600 empleados de los 4.200 que trabajaban en Cutral Có, por ejemplo. La desocupación en esta ciudad y su vecina Plaza Huincul era del 3,6% en 1992, pero en 1996, el propio Estado la elevó hasta el 26% en 1996.
Un juicio sin valor
En 2012, el 51% de las acciones de la empresa Repsol-YPF fueron expropiadas por el Estado nacional. La medida tenía como objetivo recuperar la soberanía energética perdida. Entre el 21 de diciembre de 2007 y fines de 2011, el Grupo Petersen, de la familia Ezkenazi, adquirió el 25% de las acciones a Repsol. Para hacerlo, tomó varios créditos con bancos extranjeros. A cambio, propuso un absurdo esquema de pagos de cobro de utilidades que permitieran al grupo cubrir esos pagos. Cuando el Gobierno tomó la decisión de no repartir dividendos, los Ezkenazi abrieron litigio en Madrid -adonde están radicados- y luego le vendieron el juicio al fondo Burford Capital, que en los hechos opera como un fondo buitre, a pesar de no serlo formalmente.
La operación de compra, mientras tanto, se había cerrado en 2014, cuando el consejo de Repsol aceptó la oferta del Gobierno, que había propuesto comprar por u$s cinco mil millones.
De todos modos, la jueza neoyorkina Loretta Preska está llevando adelante una parodia de juicio, ya que los activos que están en litigio están en Argentina, fueron negociados en Argentina y sólo se puede litigar por ellos ante la Justicia argentina.
Los argumentos que esgrime Burford Capital están viciados de falacias por donde se los mire. Exigen autorizaciones para embargar activos del Estado, cuentas bancarias y hasta edificios gubernamentales en el extranjero, si pudiera lograrlo. Pero Argentina no hizo “prórroga de jurisdicción”, que significaría delegar en tribunales extranjeros la potestad de juzgar y resolver los conflictos en los cuales está involucrado el Estado argentino.
La segunda falacia tiene que ver con el argumento de Burford de que no se respetó el estatuto de YPF para nacionalizar la mitad más uno del directorio de la empresa. En realidad, por encima de este estatuto está la Constitución Nacional, que establece los pasos que se deben seguir para realizar una expropiación, que fue declarada primero como sujeta a utilidad pública y luego se procedió a realizarla. Y el estatuto es una norma de naturaleza privada y subordinada a las normas constitucionales.
Por otra parte, los restantes accionistas -que nunca protestaron- no sufrieron perjuicio alguno, porque sus acciones siguen teniendo el mismo valor de siempre y la empresa sigue funcionando normalmente.
La decisión de la jueza de solicitar al Estado nacional que ceda el 26% de sus acciones a Burford -el otro 25% es de las provincias- es de imposible cumplimiento. Las acciones del Estado están registradas en la Caja de Valores de Buenos Aires y no en Nueva York. Paralelamente, la Ley N° 26.741/12, que habilitó la expropiación, prohíbe expresamente la transferencia de las acciones sin aprobación del Congreso, un hecho que se descuenta que jamás ocurrirá.
Los próximos pasos del litigio tendrán que ver con el humor de la jueza, que está -dicen- enojada con los argentinos, que jamás pagaron fianzas ni depositaron las acciones de la empresa y con la apelación que presentará en unos días el estudio de abogados que representa al Estado argentino.
De todos modos, todo esto es un simple “apriete”. Burford no quiere quedarse con YPF -son abogados, no ingenieros petroleros-, quiere cobrar. Preska había cerrado con la administración Macri un pago de u$s4.000 millones, que Argentina no pagó. En connivencia con Preska, lo único que necesita Burford es lograr que algún representante del Gobierno se siente en la silla con los negociadores, que devendría de esta manera en una silla eléctrica. Y a Ted Bundy, cuando se sentó en ella, no le fue nada bien.