La sociedad líquida y el fin de la democracia

La sociedad líquida y el fin de la democracia

La destrucción del bienestar de las mayorías entraña que el dinero que se gastaba en la seguridad social cayó en otras manos.


El agravamiento de la crisis por la que atraviesan todos los continentes en estos momentos, fue provocada por la globalización, que se impuso en los ‘70, estableciendo un nuevo orden mundial, en el que las corporaciones tienen más poder que los estados nacionales.

El mercado está –o estaba hasta Trump- globalizado, por lo que las regulaciones nacionales obstruían los negocios. Por esta razón, los poderes corporativos cooptaron, debilitaron y sometieron a los estados para anular las restricciones que les impedían el flujo constante de sus movimientos de dinero y del tránsito de sus mercaderías.

En medio de este panorama, la incertidumbre y la inseguridad resultantes de esta situación obligaron a muchos gobiernos a tomar medidas defensivas, que a menudo se mostraron insuficientes para contener los ataques corporativos contra ellos. De esta manera, muchos gobernantes decidieron la imposición de ajustes de gastos, recortes presupuestarios y desregulaciones en los mercados, que era la receta que proponían los intelectuales del poder, las grandes corporaciones y los organismos multilaterales de crédito (como el FMI), que son sus eternos socios en esta “blitzkrieg”.

Paradójicamente (o no tanto), estas medidas de recorte profundizaron los problemas. Al recortar gastos, los gobiernos dejaron librados a su suerte a los sectores sociales más necesitados, lo que a la vez generó la pérdida del poder adquisitivo de sus salarios los obligó a disminuir el consumo. Esta circunstancia provocó, además que se estancara la actividad comercial y productiva y los gobiernos, por contrapartida, aumentaran los impuestos, elevando a un nivel aún más alto el problema económico de los ciudadanos.

Estas decisiones también elevaron el nivel de impopularidad de los gobiernos, ya que las medidas que firman los políticos no han sido tomadas en las oficinas desde las cuales gobiernan, sino en las sedes de las grandes empresas internacionales, que además colocaron a sus gerentes en los más altos estratos del aparato gubernamental, para que impidan la adopción de medidas “populistas”.

Cuando el poder ha sido apropiado por estas fuerzas que operan por fuera de la política, pero lo hacen dentro de las oficinas gubernamentales, se produce una abrupta separación entre el poder y la política. Esto permite la neutralización de las medidas que les imponen restricciones a los negocios de las corporaciones. Estos poderes fácticos “no están obligados a observar las leyes y ordenanzas locales. No están sometidos a las limitaciones de lo políticamente aconsejable o conveniente, ni a las necesidades de naturaleza social”, según planteó el sociólogo polaco Zygmunt Bauman.

De esta manera, se genera el “estatismo sin Estado”, por el que éste gestiona lo cotidiano, pero no resuelve los problemas realmente acuciantes que atraviesa la sociedad, entre ellos, la distribución de la riqueza, que se concentra cada vez en menos propietarios.

Los estados se ven sometidos a ejercer entonces la “gobernanza”, que para los manuales es una “forma de gobierno basada en la interrelación equilibrada del Estado, la sociedad civil y el mercado, para lograr un desarrollo económico, social e institucional estable”.

Pero la “gobernanza”, que sustituye a las políticas de Estado, es un “cazabobos”, porque existe un gran desequilibrio entre el poder de presión de las corporaciones –que se ejerce en las sombras- y el de las organizaciones de la comunidad, que se ve en las calles algunas veces.

A causa de esto, los Pueblos buscan las soluciones para sus problemáticas en otra parte, es decir, en su capacidad de presión externa, porque no están representadas en el Gobierno.

Ésta es la génesis de la antipolítica y explica tanto el surgimiento de Javier Milei como de las organizaciones de trabajadores precarizados, desocupados e informales. Milei representa a la clase media asustada, cuya voz tampoco es escuchada. Las organizaciones sociales, que jamás renuncian a operar por fuera de la política pero abominan de los partidos políticos, representan, por su parte, a la clase trabajadora privada de sus derechos bajo el acecho de la gobernanza. Por eso pelea su lugar desde afuera del gobierno, en las calles. El único lugar que les queda.

De todos modos, se extiende entre las clases medias, que suelen confiar su representación a políticos que nunca satisfacen sus demandas, la noción de la antipolítica. Las organizaciones sociales actúan de manera diferente, ya que sus protagonistas saben que sólo mediante la política podrán lograr su objetivo de una vida mejor.

Según el sociólogo italiano Carlo Bordoni, “la antipolítica garantiza la continuación del juego político entre los partidos, pero la vacía de significación social, ya que el ciudadano se ve obligado a cuidar de su propio bienestar”.

Coautor, junto a Bordoni, del libro Estado de Crisis, Bauman, planteó que quienes deciden la política suelen “diferir, prevaricar, no enseñar nunca las cartas para no revelar el juego que se lleva, resistirse a tomar decisiones y, con ello, evitar atarse de pies y manos, y hacer que las intenciones propias resulten inescrutables a los demás; todos estos son medios recién descubiertos de mantener a otros protagonistas sumidos en la confusión, maniatados e incapacitados para tomar decisiones”.

El sociólogo polaco plantea que los ciudadanos padecen “un condicionamiento del pensamiento, llevado a cabo a través del poder hipnótico de la televisión y de otros medios de comunicación de masas, cuya direccionalidad comunicativa desde arriba (…) no más confirma la (…) validación de la conciencia con una mayor eficacia”.

Esta acción, aparentemente antipolítica, pero que se sirve de ella, produce una profunda dispersión social, una aún más grave precarización laboral y una pobreza generalizada. Al sustituir la “gobernanza” a la política, se generaliza una fuerte aversión en el seno del Pueblo contra los partidos políticos. Los ciudadanos se sienten abandonados, al sentir que pertenecen a una sociedad en estado cada vez más líquido, que se hunde bajo sus pies.

Los gobiernos, que si de algo son culpables es de ser demasiado permisivos con los poderes globalizados, deben optar entre servir a sus comunidades o ser cómplices de los mercados. Éstos exigen políticas neoliberales, con desregulaciones que los favorezcan, ya que ellos no están sometidos al control político ni deben rendir cuentas ante nadie más que sus directorios.

Esta dura complicidad vacía de contenido a la política y provoca que los pueblos dejen de confiar en sus gobernantes y, por lo tanto, busquen sus propias representaciones políticas, que a menudo son ahogadas en sangre o, en el más liviano de los casos, reprimidas con dureza.

Coincidiendo con la velocidad de las comunicaciones, la apertura de las fronteras y la globalización económica, la política ha dejado de cumplir con el contrato social, lo que ha puesto en duda su legitimidad. Hay demasiados mandatarios, argentinos y de todo el mundo, que han traicionado los mandatos de sus pueblos y han ejercido un poder que se volvió tóxico para los propios estados democráticos sobre los que gobernaron, al incumplir sus programas de gobierno. Inclusive, en ocasiones, sus gestiones han ido en contra de lo prometido antes de ocupar el poder, deslegitimando no sólo a sus gobiernos, sino al propio sistema democrático.

En estos procesos, el ocultamiento de sus programas gubernamentales les permitió mantener a la ciudadanía en la ignorancia del destino que le esperaba. Esto lo lograron porque al llegar al gobierno evitaron la búsqueda de consensos, facilitando la toma unilateral de decisiones de los ámbitos supranacionales, que no tienen compromisos con ningún país, por lo que se desentienden de las consecuencias de sus acciones.

Esta configuración del poder fue impuesta en la década del ’70, por lo que su persistencia construyó algún tipo de aceptación en las sociedades, que fueron obligadas a acostumbrarse a una crisis que llegó para quedarse.

Esta modernidad líquida se caracteriza por la contingencia, la volatilidad, la fluidez y la incertidumbre. En este marco, según Bauman, la racionalidad es un bien imposible de encontrar, por lo que esa volátil realidad es el producto del “cuestionamiento perpetuo del saber heredado y el rechazo de la rutina, así como la aceptación de la irregularidad y el olvido rápido”.

Para Bordoni, en esta modernidad se traicionaron todas las promesas, en especial la idea del progreso, que se suponía que iba a favorecer un desarrollo continuo, en el que iba a aumentar el consumo de productos y servicios. La crisis constante destruyó este concepto, que incluiría –se suponía- una cada vez mayor Justicia Social. Por el contrario, dijo el sociólogo italiano, “somos testigos del desmantelamiento gradual de los sistemas de protección social o del estado de bienestar”.

A este ahogamiento del estado de bienestar sucedió la imposición del neoliberalismo de que cada uno debe procurarse sus propios medios, sin que exista una institución que asuma las necesidades del conjunto del Pueblo. La lógica neoliberal dice que cada acción, cada concesión y cada servicio debe procurar su rentabilidad y los usuarios deben pagarlo, sin que la comunidad deba hacerse cargo de nada. Las políticas de austeridad que resultan de estos preceptos siempre afectan a los derechos de los sectores más vulnerables de cada sociedad, que al no poder defenderse, deben llamarse a silencio.

Para el italiano, las crisis no son temporales, por lo que “del mismo modo que vivimos en una sociedad insegura, donde prevalece la incertidumbre, vivimos también en un perpetuo estado de crisis, dominada por reiterados intentos de ajuste y adaptación, que se ven continuamente dificultados y puestos en entredicho”. Estas alteraciones permanentes del orden económico para favorecer al mundo financiero son características del “mundo líquido”, en el que ninguna otra cosa es permanente más que la crisis.

Estas tendencias se reforzaron durante la globalización de la economía, que suprimió las fronteras y vació las garantías sociales y puso en crisis a las representaciones democráticas. Bordoni planteó que “posmodernidad es el nombre que hemos dado al breve momento histórico transcurrido entre la década de 1970 y el fin del siglo 20, un período abrumador y caótico en el que se pusieron en entredicho todos los valores y las certezas previas de la modernidad”.

Luego, el italiano pondera que “la posmodernidad, con su exaltación del individualismo y su declive de la solidaridad, del respeto a los demás y del comportamiento civilizado que habían marcado el auge de lo moderno, terminó…mostrándonos el rostro de una sociedad que había revertido la situación en la que imperaba la ley de supervivencia del más fuerte”.

En la tercera parte de su libro “Estado de crisis”, Bauman y Bordoni se refieren a la “Democracia en crisis”.

Los autores atribuyen la actual crisis del estado moderno, que es objeto de la desconfianza popular, a que los gobiernos intentan controlar la deuda pública aplicando el ajuste en lugar de cumplir con su misión de mejorar la vida de sus conciudadanos. Así, la confusión y la desorientación que generan con este accionar “se combinan en un síndrome de incertidumbre, acompañado de un síndrome de incomprensión”. Es que, una vez debilitadas las instituciones democráticas, la crisis socava los instrumentos de acción colectiva y los Pueblos se sumergen en la desesperanza a causa del poder de las fuerzas que operan por fuera de la política.

 

Argentina: La praxis transeuropea

En Argentina, de todos modos, no ocurre lo mismo que plantean los intelectuales europeos. La diferencia estriba en que en las barriadas del Conurbano, los pobres se organizaron. En los ’60, cuando Juventud Peronista comenzó a recorrer los barrios para militar el regreso de Juan Domingo Perón, que estaba exiliado en España, la respuesta popular fue inmediata.

Desde entonces, los habitantes de las barriadas más humildes de todo el país comenzaron a desarrollar el duro aprendizaje de resistir para que el Estado les devuelva lo que los sectores del dinero les quitaron y acumularon en los tiempos de retroceso popular. En una palabra, recuperar aquellos derechos que les fueron quitados a sangre y fuego tras los golpes de Estado contra el General Perón el 16 de septiembre de 1955 y, peor aún el posterior contra su viuda, María Estela Martínez, el 24 de marzo de 1976. No es necesario describir en profundidad los procesos represivos que se desataron a partir de esas dos fechas, que fueron diferentes aunque tuvieron el mismo objetivo: revertir las conquistas sociales obtenidas por los trabajadores y desarmar el Estado de Bienestar tan trabajosamente conseguido a través del trabajo de años.

En este proceso hubo avances y retrocesos, flujos y reflujos. Las batallas perdidas se tradujeron en los barrios periféricos de las grandes ciudades en más pobreza, en tremendas caídas salariales y en extensos tiempos de carestía. En Jujuy, Milagro Sala lleva al día de la decha más de cinco años detenida, pagando el precio por haber construido el barrio Alto Comedero, en el que hasta había piletas para que los coyas nadaran, como si fueran “oligarcas”.

En julio de 2017, de aquel sueño quedaban piletas abandonadas, centro de salud saqueados y destruidos y vestuarios abatidos a golpes y mazazos. Fue tan brutal el accionar del gobierno ultraderechista de Gerardo Morales que dos fotógrafas organizaron en junio de 2019 la muestra “Lo que el odio se llevó”, en la que fotografiaron las casas, los edificios comunitarios, los campos de deportes y las fábricas construidas en los tiempos en los que el sueño colectivo florecía y luego mostraron la destrucción de esas conquistas y la violencia de la que son capaces los gobiernos antipopulares.

Esas fotos de la destrucción y el odio que la provoca son el emblema de las luchas populares de estos tiempos. Si no hay reconstrucción de lo destruido por el neoliberalismo, si no hay reivindicación de los derechos del Pueblo en los tiempos cercanos que llegarán, la Argentina se deslizará por un tobogán de miseria, pobreza y conflictos sin fin.

Como siempre, las soluciones están en manos de los movimientos populares, de los que resistieron y resisten aún el despojo de sus conquistas. No hay futuro sin Justicia Social.

 

Zygmunt Bauman y Carlo Bordoni – “Estado de crisis” – Colección Estado y Sociedad – Editorial Paidós

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