Cuando los cóndores tiñeron de azul y blanco el cielo malvinero

Cuando los cóndores tiñeron de azul y blanco el cielo malvinero

Fueron 18 jóvenes, de entre 18 y 32 años. Izaron siete banderas en las islas y luego se negaron a entregarlas.


El 28 de septiembre de 1966, el dictador Juan Carlos Onganía cumplía tres meses en el poder, después que las fuerzas armadas le habían arrebatado el Gobierno al radical Arturo Umberto Illia, que no había podido superar el haber llegado a la Casa Rosada enancado en la proscripción del peronismo.

Para festejar su pequeño aniversario, el general Onganía, al que sus camaradas apodaban “El Caño” –duro y recto por fuera, hueco por dentro- se disponía a jugar un partido de polo con el príncipe consorte de Gran Bretaña, Felipe de Edimburgo, que se encontraba en Buenos Aires para presidir un cónclave de la Federación Ecuestre Internacional.

En esa misma fecha, el canciller Nicanor Costa Méndez se disponía a decir un discurso en la Asamblea de las Naciones Unidas, en el que iba a abordar el tema Malvinas. Curiosamente, 15 años después este mismo abogado, anglófilo y liberal sería nuevamente designado canciller por otro dictador de triste memoria, Leopoldo Fortunato Galtieri y conduciría la política exterior durante la Guerra de Malvinas, en 1982.

A las 12:34 de ese 28 de septiembre, el vuelo AR-648 de Aerolíneas Argentinas partía con rumbo a Río Gallegos. Era el Douglas DC-4 LV AGG “Teniente Benjamín Matienzo”. Llevaba a bordo a 42 pasajeros y a seis tripulantes. Entre ellos se encontraban el gobernador del Territorio Nacional de Tierra del Fuego, el contraalmirante José María Guzmán y su guardaespaldas.

Pero lo que nadie sabía es que había un grupo de 18 militantes de la Juventud Peronista y del Movimiento Nueva Argentina, que lideraba Dardo Cabo, que tenían otros planes. A las 6:05 de la mañana, cuando el avión volaba entre Comodoro Rivadavia y Puerto San Julián, Cabo y Alejandro Giovenco, otro integrante del comando, se levantaron de sus asientos y se dirigieron a la cabina del piloto. Giovenco llevaba una pistola Mauser y Cabo, una carabina Beretta nueve milímetros, recortada.

Los 18 comandos fueron: Dardo Cabo (25 años), periodista; María Cristina Verrier (27), periodista; Fernando Aguirre (20), empleado; Ricardo Ahe (20), empleado; Pedro Bernardini (28), obrero metalúrgico; Juan Bovo (21), obrero metalúrgico; Luis Caprara (20), estudiante de ingeniería; Andrés Castillo (23), empleado de la Caja de Ahorro; Víctor Chazarreta (32), obrero metalúrgico; Alejandro Giovenco (21), empleado; Norberto Karaziewicz (20), obrero metalúrgico; Fernando Lisardo (20), empleado; Edelmiro Navarro (27), empleado; Aldo Ramírez (18), estudiante; Juan Carlos Rodríguez (31), empleado; Edgardo Salcedo (24), estudiante; Ramón Sánchez (20), obrero y Pedro Tursi (29), empleado.

El capitán Emilio Fernández García y su copiloto, Silvio Sosa Laprida recibieron una orden seca: “ponga rumbo uno cero cinco”, que era el que conducía a las Islas Malvinas. Preocupado, Fernández García llevó el avión a 3.300 metros de altura para ahorrar combustible, después de intentar inútilmente de disuadir a los secuestradores de la aeronave.

Al mismo tiempo, otros integrantes del comando redujeron al contraalmirante y a su custodio. Éste intentó resistirse, pero los fogueados muchachos peronistas le obsequiaron con un par de jabs a la raviolera y entregó su arma, aceptando convertirse en un prisionero modelo.

El vuelo fue una odisea. No tenían cartas de vuelo y la travesía transcurrió casi a ciegas. No encontraban el destino, hasta que de pronto, en un claro entre las nubes, Fernández García vio tierra y se zambulló jubilosamente. Como tenían algo de combustible, volaron en círculos unos 40 minutos, hasta que a las 8:42 se decidieron a aterrizar en la pista de carreras cuadreras de Puerto Rivero. Después de andar a los tumbos en la turba malvinera durante casi 800 metros, el avión se detuvo, mientras los isleños corrían hacia ellos, sorprendidos por la irrupción argentina.

Ése fue el momento que eligieron los comandos para deslizarse a tierra y tomar sus primeros rehenes, porque había un comando integrado por mercenarios de la Guerra del Congo Belga que entrañaban peligro para su seguridad. Entre los apresados estaban el jefe de policía y el jefe de los Royal Marines. Antes, los jóvenes desplegaron siete banderas argentinas y rebautizaron a la ciudad como Puerto Rivero, para gran disgusto de los residentes.

Enseguida, el avión fue rodeado por la Fuerza de Defensa de las Islas Malvinas. Los cóndores les entregaron un volante escrito en inglés, en el que explicaban que ellos no eran agresores, sino que eran argentinos que consideraban que estaban en territorio de su país.

Utilizando la radio del avión, Cabo transmitió un mensaje que decía: “Operación Cóndor cumplida. Pasajeros, tripulantes y equipo sin novedad. Posición Puerto Rivero (islas Malvinas), autoridades inglesas nos consideran detenidos. Jefe de Policía e Infantería tomados como rehenes por nosotros hasta tanto gobernador inglés anule detención y reconozca que estamos en territorio argentino”.

Un radioaficionado, Anthony Hardy, captó la transmisión y la replicó a Trelew, Punta Arenas y Río Gallegos, desde donde llegó hasta Buenos Aires. Los ingleses, mientras tanto, instalaron por la tarde reflectores, altoparlantes que transmitían música militar y algunos nidos de ametralladoras. El gobernador Kosmo Haskard, que no se encontraba en la isla, exigió la rendición de los argentos, que estaban bastante “retobados” por la música que sonaba incesantemente y por las amenazas que recibían.

El sacerdote católico neerlandés Rodolfo Roel rezó una misa en el avión y después negoció la entrega del comando. Esto ocurrió recién a las 17:00 del día 29 de septiembre. Los insurrectos entregaron sus armas al capitán de la nave, Emilio Fernández García, única autoridad que reconocían, ya que el gobernador Guzmán tuvo un comportamiento despreciable. No sólo les dio la espalda a los comandos cuando cantaron el himno, sino que delató a Héctor Ricardo García, el director de Crónica, que viajó con el comando para cubrir la noticia, invitado por Cabo. A causa de esto, García fue detenido y hasta fue golpeado en un momento de tensión, por el jefe de policía.

Los argentinos fueron alojados en las casas de los residentes después de la entrega de las armas, que quedaron en el avión. El párroco Roel –al que Dardo Cabo designó pomposamente como “arzobispo de las Islas Malvinas”- alojó a los jóvenes en la iglesia. Rompiendo su promesa de respetar a los argentinos, los ingleses se presentaron en la iglesia para requisarlos. En esos momentos, los cóndores decidieron que lo único que defenderían serían sus banderas. Cabo, Giovenco, Rodríguez y Navarro se las envolvieron en el pecho, dispuestos a liarse a golpes con sus captores, que al ver su actitud decidieron que lo dejarían pasar y así sucedió.

El 1° de octubre a las 19:30, llegó a Malvinas el buque argentino ARA Bahía Buen Suceso. Los argentinos fueron llevados hacia cubierta por una carbonera británica y, al abordar, Dardo Cabo le entregó las banderas a Guzmán, diciendo estas palabras: “Señor gobernador de nuestras Islas Malvinas, le entrego como máxima autoridad aquí de nuestra patria, estas siete banderas. Una de ellas flameó durante 36 horas en estas Islas y bajo su amparo se cantó por primera vez el Himno Nacional”.

A las tres de la madrugada del tres de octubre, el Buen Suceso llegó a Ushuaia y desembarcó a sus pasajeros, casi en secreto.

Los 18 comandos fueron procesados por el juez de Tierra del Fuego, Miguel Ángel Lima por privación de libertad personal calificada y por tenencia de armas de guerra. Tres cóndores fueron condenados a tres años de prisión: Dardo Cabo, Miguel Ángel Rodríguez y Alejandro Giovenco, que tenían antecedentes. Los demás cóndores permanecieron encarcelados durante nueve meses.

El juez Lima, entretanto, manifestó que “las banderas argentinas, por el hecho de haber tremolado sobre una porción irredenta de tierra de la Patria, no son ni pueden ser consideradas instrumento de delito. Por ello corresponde su oportuna devolución a quien ha demostrado actuar como su propietario”. Con estas palabras ordenó que le fueran devueltas a Dardo Cabo.

Durante muchos años, Cristina Verrier, la tercera al mando en el la Operación Cóndor, que un año después se casó en la cárcel con Cabo, se convirtió en la depositaria de las siete banderas que flamearon durante 36 hora en las Islas Malvinas. El 19 de agosto de 2012 se las entregó a la entonces presidenta de la Nación, Cristina Fernández de Kirchner. Una está en el Salón de los Pasos Perdidos de la Cámara de Diputados de la Nación; la siguiente se encuentra en la Basílica de Luján, por pedido de Cristina Kirchner; la tercera se encuentra en el patio Islas Malvinas de la Casa Rosada; otra fue depositada en el Santuario de la Virgen de Itatí, que fue la patrona de la Operación Cóndor; la quinta está en el Museo Malvinas de la exESMA; la sexta está en el Museo de Bicentenario, aledaño a la Casa Rosada y la última, por pedido especial de Cristina Verrier, se encuentra en el Mausoleo de Néstor Kirchner. Es la bandera más percudida, la más sucia la que soportó los vientos del sur, la que flameó a pesar de todo. “Las banderas no se lavan”, es la consigna. Son lo más auténtico de la Patria.

Héroes y facciosos

Cuando los cóndores regresaron al continente, prisioneros de la dictadura militar, recibieron, al igual que los héroes de 1982, un tratamiento canallesco. ¿Existirá algún tipo de pacto secreto entre los dictadores y los imperialismos?

Onganía los recibió con una frase que mostraba su vileza: “la recuperación de las Islas Malvinas no puede ser una excusa para facciosos”.

Por el contrario, la CGT los bautizó como “héroes”.

El destino es así. Unos desprecian lo argentino, mientras que otros se enorgullecen de serlo.

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