La política se vuelve concierto: ¿puede sobrevivir el espectáculo en una democracia herida?

La política se vuelve concierto: ¿puede sobrevivir el espectáculo en una democracia herida?

Por Leonardo Blanco, especialista en comunicación política e institucional. Especial para Noticias Urbanas.


¿Fue un acto simbólico, una jugada arriesgada de márketing electoral o una performance política orientada a la agenda setting?

La noche del 6 de octubre de 2025, Buenos Aires fue escenario de algo que osciló entre un lanzamiento de libro y un show de rock. Javier Milei irrumpió en el Movistar Arena ante unas 15.000 personas y presentó La Construcción del Milagro mientras cantaba clásicos del rock argentino como “Demoliendo hoteles”. Lo que comenzó como un acto político se transformó en ritual popular: luces, humo, pantallas y adrenalina colectiva.

Este espectáculo no surge en el vacío. Argentina vive una coyuntura compleja: desgaste social y económico, tensión institucional, críticas a la gobernabilidad y una derrota electoral reciente para el oficialismo. Además, el acto se organizó poco después de la renuncia del candidato José Luis Espert por vínculos con el narcotráfico, lo cual generó una crisis simbólica y de credibilidad para el gobierno.

En ese contexto, el acto en el Movistar Arena puede leerse como una operación de reposicionamiento comunicacional: una estrategia de reframing, es decir, de reencuadre del relato, para desplazar la atención mediática del escándalo y recuperar el control de la narrativa pública. El acto funcionó como un intento de agenda setting, en el sentido clásico: desplazar la conversación pública hacia un terreno controlado por el gobierno. Sin embargo, la jugada resultó ambigua: logró instalar conversación, pero no modificó el clima de opinión. La saturación mediática que generó terminó diluyendo el mensaje central y, en parte, reforzando la percepción de que el gobierno prioriza la escena sobre la gestión.

La apuesta por la performance política como recurso comunicacional entraña no solo ganancias simbólicas, sino riesgos que deben ser examinados con ojo crítico. Al presentar un acto híbrido entre concierto y discurso presidencial, Milei buscó manufacturar un nuevo terreno de legitimidad emocional. Pero ese terreno es inestable: implica contradicciones, efectos secundarios y límites visibles.

Un primer peligro: el formato espectáculo tiende a exacerbar la lógica binaria del nosotros-ellos. El público del acto —que ovacionó “Milei, Milei”— no fue un público indiferente, sino uno alineado. En ese sentido, quienes no se sienten parte del afecto simbólico quedan relegados del escenario emocional. Medios como The Guardian, interpretaron el acto como parte del intento por reconstruir carisma frente a un “crash económico y descontento social”.

Otro riesgo es el contraste inevitable entre la puesta simbólica y la realidad concreta. Mientras la audiencia asistía a un show emotivo, los indicadores argentinos siguen comprometidos: inflación, desempleo, crisis institucional y ahora, de credibilidad. Eso genera una tensión: cuanto mayor la construcción simbólica sin resultados tangibles, mayor la vulnerabilidad frente a la crítica que acusa al acto de “escapismo estético”. En ese sentido, el espectáculo puede volverse una contradicción visible: prometer cambio y al mismo tiempo mostrar símbolos de poder y grandilocuencia. Poniendo en juego, la confianza y ese “esfuerzo” que la comunidad ha realizado en el último tiempo.

Quizás el riesgo más profundo es que el espectáculo se convierta en sustituto de la política, no solo en un suplemento. Cuando los líderes apelan sistemáticamente al entretenimiento para proyectar legitimidad, existe el peligro de que la deliberación, las instituciones y los procesos políticos sean desplazados por la estética simbólica. En ese escenario, la política corre el riesgo de convertirse en performance sin reglas explícitas.

Algunos analistas ven el acto como un intento de “reset”, pero también como un síntoma de agotamiento narrativo: cuando los discursos tradicionales ya no conmueven, se recurre al show. Esa dinámica es riesgosa, porque implica que el poder empieza a depender más de la teatralidad que de la acción institucional.

Un último punto crítico: la saturación. El espectáculo tiene un potencial de impacto limitado en el tiempo; cuanto más se usa, más difícil es sorprender. La audiencia puede acostumbrarse, exigir gestos más intensos o volverse escéptica ante la repetición de estos mecanismos. Además, la espectacularización puede convertirse en un globo que, al pincharse, deja notar vacíos: si los instrumentos institucionales, las políticas sociales o los mecanismos de rendición de cuentas no acompañan, el público termina reclamando sustancia, no solo estética.

La lógica del politainment exhibe hoy su músculo simbólico: busca emocionar, convocar, visibilizar. Pero también revela sus propias fronteras. Porque ninguna puesta en escena, por más brillante que sea, puede gobernar por sí sola.

La comunicación no es un accesorio, sino un elemento esencial del ejercicio del poder: un gobierno debe comunicar, pero también gobernar; debe construir un relato, pero también lograr resultados institucionales. En los momentos de crisis, amplificar el símbolo tiene sentido estratégico, pero no puede reemplazar la consistencia de las decisiones, la confianza institucional ni los mecanismos de rendición de cuentas.

El desafío político que enfrenta Argentina —y muchos países — es volver a ensayar una gobernabilidad sostenible que combine lo simbólico con lo estructural. No basta impresionar: hay que responder. No basta un show: hay que gobernar con instituciones fuertes, políticas coherentes y diálogo real.

Así, la experiencia del concierto político de Milei deja una lección: en tiempos de precariedad simbólica, el espectáculo es un arma de corto alcance. En cambio, la gobernabilidad duradera exige más que luces y himnos: requiere buen manejo del poder, credibilidad material y la reconstrucción de confianza más allá del escenario.

La pregunta que queda entonces no es si puede sobrevivir el espectáculo —porque en muchos casos sobrevivirá— sino hasta cuándo prolongaremos la ficción sin reclamar política de carne y hueso.

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