El fin de la confitería Richmond

El fin de la confitería Richmond

Uno de los 600 Bares Notables porteños, en plena Florida, cerró para cambiar de destino comercial. En tanto, la Ley 2.548 sólo obligará a los nuevos dueños, quienes pagaron nueve millones de dólares, a mantener la fachada intacta.


En los primeros días de agosto, los porteños se desayunaron ?nunca tan precisa la expresión? con la noticia de que la tradicional confitería Richmond, ubicada en Florida 468, uno de los 60 Bares Notables de la Ciudad, estaba a punto de cerrar sus puertas para que la firma Nike instalara en ese lugar emblemático del patrimonio cultural porteño un negocio de venta de zapatillas.

Desaparecerá de esta manera un ícono de aquellos viejos tiempos en los que los intelectuales, los periodistas y los poetas malgastaban su tiempo en ocupaciones inútiles, como la de sentarse alrededor de una mesa a pensar el país y discutir y polemizar sobre la filosofía, la literatura y la política.
Como una nueva demostración de la preeminencia del capital por sobre el patrimonio cultural, la Ley 2.548 sólo obligará a los nuevos dueños, que pagaron la suma de nueve millones de dólares, a mantener la fachada intacta.

Más aún, los licenciatarios de la firma norteamericana se mostraron dispuestos a respetar los términos de la ley, por lo cual sólo deben concurrir a la Dirección General de Interpretación Urbanística, que ya es conocido que siempre lauda a favor de los inversores, sin importar las nimiedades legales.

En el anexo que contiene el listado de edificios protegidos por la Ley de Promoción Especial de Protección Patrimonial Nº 2.548/07, figura en el número 311, perdido entre 2.654 edificios más, ?la vivienda con comercio (confitería Richmond) ubicada en Florida 470?.

Pero su inclusión en esta norma sólo obliga a que se deban conseguir Permisos de Obra en el caso de encarar obras para ?limpiar o pintar fachadas; ejecutar o cambiar revestimientos, revoques exteriores o trabajos similares; cambiar el material de cubierta de techos; instalar vitrinas y toldos sobre la fachada en la vía pública?. Ahora bien, nada obliga a los adquirentes a mantener el rubro para el que estuvo destinado originalmente el local, ni a preservar la historia ni a resguardar el mobiliario tradicional que distinguió al comercio a lo largo de su existencia.

De todos modos, a raíz de la venta del local, el habitué de la confitería Miguel Astudillo presentó el 17 de agosto último un amparo que quedó radicado en el Juzgado Contencioso Administrativo y Tributario de la Ciudad Nº 11, que está a cargo de Fernando Juan Lima. Este, a su vez, le envió un oficio a la jueza Elena Liberatori, para que le facilite las actuaciones de una acción similar que había iniciado dos días después la legisladora porteña María José Lubertino (FpV). Esta manifestó que con su accionar ?se busca impedir, en forma urgente y expedita un nuevo golpe al patrimonio cultural de la Ciudad, por nuestro bien y el de las generaciones futuras?.

Filosofía barata y zapatillas de goma

La suerte de la confitería Richmond pareciera estar echada y poco se podrá hacer por ello. De no mediar la buena voluntad de algún empresario o la posibilidad de que alguien compre el Fondo de Comercio, el cierre definitivo es inminente. Quizás habría que reflexionar entonces acerca de la eficacia de las leyes de protección del patrimonio histórico y cultural con la que muchos se llenan la boca, para luego argüir su impotencia frente a los contundentes argumentos que expone el dinero.
Entretanto, los trabajadores de la Richmond debieron soportar que los dueños del comercio se llevaran sus pertenencias en medio de la noche, que se ?borraran? sin pagar las indemnizaciones y que los humillaran en su condición de trabajadores. Sólo el Estado puede mediar en el conflicto, pero hasta ahora el ministro de Cultura Hernán Lombardi sólo ha manifestado su disposición a apelar a la buena voluntad de los empresarios que intervinieron en la transacción.

La confitería Richmond abrió sus puertas en 1917 y permaneció, hasta hace algo menos de dos semanas, indiferente a los cambios que constantemente operaban a su alrededor. El edificio fue construido por el arquitecto belga Jules Dormal, que también dirigió la última etapa de la construcción del Teatro Colón, y combina el inglés estilo Chesterfield de sus sillas y sillones de cuero con la boiserie de sus paredes, revestidas de roble de Eslavonia y sus arañas holandesas de bronce y opalina.

En los salones de la mítica confitería se reunían los integrantes de la peña literaria que formaban los escritores del Grupo Florida, que rivalizaban con sus colegas del Grupo Boedo en un enfrentamiento que en realidad surgió antes de la pluma de los periodistas que la de sus propios protagonistas.
Los floridanos, cuyos integrantes siempre profesaban la amistad de los escritores del Grupo Boedo, eran Leopoldo Marechal, quien creó el realismo mágico ?reconocido esto por el propio Gabriel García Márquez? cuando publicó su libro Adán Buenosayres; Jorge Luis Borges; Héctor Pedro Blomberg; Conrado Nalé Roxlo; Horacio Rega Molina; el gran poeta Oliverio Girondo; Ricardo Molinari; Francisco Luis Bernárdez; Raúl González Tuñón; Eduardo González Lanuza, y Ricardo Güiraldes, que oficiaba como mentor del grupo.

También ocuparon sus mesas alguna vez los escritores Horacio Quiroga, Eduardo Mallea y Baldomero Fernández Moreno, entre otros.

Incluso, hacia el año 1943, la banda de jazz de Eduardo Armani, con su cantante Helen Jackson, convocó a un selecto público a escuchar su música. Pocos años después, en 1948, impuesto ya el jazz como parte del atractivo de la mítica confitería, se produjo en sus salones un encuentro que tendría una gran repercusión posterior. Luis César Amadori, dueño del teatro Maipo, fue a ver a la orquesta que lideraba el pianista Julio Rivera Roca, que llevaba como cantante a su esposa, Nélida Musso. Encandilado por sus dotes artísticas ?y por su cuerpo espectacular?, Amadori le ofreció producirle un espectáculo y así nació El Maipo cuenta su historia, que lanzó a la artista, rebautizada ahora como Nélida Roca, a ser la primera figura de la revista porteña y a reinar por largos años en la calle Corrientes, que en esa época nunca dormía.

En los salones de la Richmond también se reunieron en un tiempo los redactores del desaparecido diario La Fronda, que cultivaban un credo en el que convivían el nacionalismo y un cierto apego por las formas castrenses de gobierno. Uno de ellos, Juan Carullas, fue, según los cronistas de la época, el verdadero ideólogo del golpe del general José Félix Uriburu, que terminó con la vida política de Hipólito Yrigoyen, el 6 de septiembre de 1930.

De todos modos, al contrario de las confiterías Richmond Suipacha y Richmond Esmeralda, frecuentadas por empleados, gente de barrio y de clase media, a la Richmond Florida concurría la clase alta. Esto incluía hasta a las mujeres, cuya presencia si bien no era censurada tampoco era bien vista. En los primeros tiempos de la democracia, la confitería fue el escenario que eligió Luis Puenzo para filmar alguna escenas de La historia oficial, premiada con el Oscar en 1985.
Pero ya no habrá en sus salones más reuniones gastronómicas, ni literarias, ni se escuchará la música flotando. Como un signo de estos tiempos democráticos, que abominan de su anacrónica elegancia, los jóvenes recorrerán los salones de la Richmond en busca de las más pedestres zapatillas, como si nunca hubiera existido la historia.

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