Las campañas de comunicación que hoy inundan la agenda política parecen más un ejercicio de supervivencia que un puente real con la ciudadanía. Spots con imágenes grandilocuentes, slogans vacíos y promesas recicladas se multiplican mientras, del otro lado, los ciudadanos empieza a descubrir una llave tan simple como poderosa: la indiferencia. Cuando la sociedad deja de mirar, el show pierde su público. Y ese silencio, incómodo para los políticos, que se vio reflejado en la baja participación electoral, explica por qué los mensajes se vuelven cada vez más radicalizados. No es valentía: es defensa.
Hubo un tiempo en el que los políticos no eran estrellas de rock. Eran, en su mayoría, funcionarios anónimos cuya vida personal pasaba inadvertida y cuyo prestigio dependía de logros concretos que mejoraran la vida cotidiana. Pero la irrupción de las redes sociales y el acceso permanente a la información convirtieron a la política en un show business: cámaras encendidas, declaraciones altisonantes, escándalos fabricados y una necesidad desesperada de protagonismo.
La modernidad instaló una lógica en la que los dirigentes se preocupan más por el “videíto” de redes que por la construcción de legislaciones coherentes. El esquema de estrellato seduce, alimenta egos y hace creer a más de uno que es indispensable. Sin embargo, la experiencia demuestra que el verdadero éxito no requiere histrionismo: quienes logran cambios duraderos suelen ser los discretos, los que trabajan en silencio, lejos de los reflectores.
El resultado de esta obsesión por la visibilidad son campañas que poco tienen que ver con las personas a las que dicen representar. Los spots actuales parecen diseñados para resistir el desinterés más que para seducir a un electorado cansado. Las imágenes elegidas rara vez reflejan la demografía real de los barrios, edades o problemas de los votantes. A menudo, los candidatos apenas aparecen al final, y el recurso más repetido es exhibir “logros” pasados como si eso bastara para reclamar un nuevo cargo. Es la prueba de un desconocimiento profundo de a quién se le habla, reemplazado por la necesidad de proyectar un personaje.
Mientras tanto, vivimos en un mundo líquido donde la información circula a una velocidad imposible de controlar. Noticias falsas, datos reales y posteos virales se mezclan en una marea constante. Pero, incluso en este océano de estímulos, hay algo que sigue funcionando con una precisión imbatible: la conversación cara a cara. Lo que de verdad define un voto no es un spot de treinta segundos, sino el diálogo íntimo entre familiares, amigos o compañeros de trabajo. Es en ese intercambio pequeño donde se toma la decisión que ningún algoritmo ni campaña millonaria puede garantizar.
Cuando la ciudadanía comprende que el verdadero poder está en su capacidad de ignorar, los políticos se quedan sin escenario. Porque, sin público, el circo no tiene sentido. Y tal vez, en ese vacío que ya empieza a sentirse, nazca la oportunidad de una política menos actoral y más real: una política que, por fin, deje de actuar para empezar a escuchar.