Esa noche

Esa noche


 “Desesperación, desesperanza ya nada te alcanza y encima te hicieron caer en sus transas, no te dan revancha, solo quedan nervios y el miedo a quedarte bajo esta avalancha”.

El lema era aguantar la terrible presión. La presión de miles de almas que luchaban por volver al mundo exterior… a la vida. “No quiero morir así”, “ayúdame por favor”, “no aguanto más” y “¡abran las puertas ché!”, eran los gritos que más se repetían en esas almas que esperaban, algunas pacientes y otras desesperadamente el final… o el principio. El comienzo a una nueva vida. El sobreviviente le dará un valor diferente de ahora en más. Yo lo soy y lo siento así.

“El infierno tiene dirección y vos la conoces muy bien”

Eran las 21:40 del jueves 30 de diciembre cuando nos juntamos con Diego, un compañero de trabajo, en Av. Corrientes y Av. Pueyrredón. Él había discutido con su novia por teléfono. Para alzar su ánimo le propuse que venga al recital, ya que al fallarme dos a tres personas, iba a concurrir solo. El martes 28 fuimos a ver  a Callejeros con mi hermana, mi cuñado, mi primo con su novia, y otros más. Fue como escucharlo por radio, ya que el humo de las bengalas, prácticamente no nos dejó ver a la banda. Durante todo el recital prendieron más de 50 bengalas y un humo blanco rápidamente se apoderó de todo Cromañón.

El jueves 30, día en que volví a nacer, llegue a las 22 a la puerta de Bartolomé Mitre 3060, saqué las entradas en la puerta y según el personal de seguridad, eran los dos últimos tickets que se vendían. “No entra más gente, no vendas más”, le repetían al boletero. Apenas entramos saludamos a un amigo (Papún, baterista del grupo Zumbadores en ese momento) que estaba volanteando para sus próximos shows de marzo en Cemento. En ese momento estaban sonando los últimos acordes del último tema de la banda soporte (Ojos Locos). Nos dirigimos hacia el primer piso para ir al baño, ahí fue cuando le expresé a Diego de ver el show desde las escaleras; él me contestó que prefería verlo desde el piso (planta baja), a la derecha del escenario donde nos ubicamos dos días antes, justo en diagonal a las puertas de salida. Al darme cuenta de que desde las escalinatas nos tapaba una columna parte del escenario, optamos finalmente por el piso. Comenzaron a pasar temas de La Renga, Las Pelotas, y Los Redondos. Era una fiesta. Recordé lo que me dijo Papún: “Ayer prendieron muy pocas bengalas, se veía bárbaro, nada que ver al show del martes”; entonces me imaginé que hoy estarían más rigurosos aún y que íbamos a ver nítidamente a Pato y a toda la banda… pero me equivoqué.

En la entrada nos revisaron muy bien, hasta nos hicieron sacar las zapatillas. A dos que le encontraron bengalas los sacaron a los empujones, igual camino tomaron con uno que tenía entradas falsas. La esperanza que no encendieran bengalas se me fue cuando sonó Ji Ji Ji (tema mítico de Los Redondos), cinco minutos antes que salga Callejeros. Dos pibes entraron al pogo con una bengala cada uno. Eran las primeras de la noche. En ese instante me agarró un retorcijón y me dirigí al baño. Diego me decía: “No vayas, hay mucha gente, vas a hacer cola y vas a tardar mucho” y yo: “No importa, espero que comience el show, la gente va a desagotar el baño apenas escuche el primer tema, ahí aprovecho para entrar y luego bajo en el segundo tema”. Por suerte aborté mi plan. Apenas subí, hice la cola con paciencia y cuando salí todavía faltaban dos minutos para que saliera la banda. Por los altoparlantes, se escuchaba la voz de Omar Chabán, tratando de prevenir lo que su espacio, su lugar, no podía. Decía algo así: “No prendan bengalas, no tiren bombas de estruendo (y al estallar una de ellas) ¡ven! Ahí hay un boludo por tirarla cerca de la gente. No vamos a poder salir 6000 personas en un minuto por una sola puerta” (cabe aclarar que no había más de 3500 personas pero, textualmente, dijo esa cifra), “nos va a pasar lo mismo que el incendio en el shopping de Paraguay”, gritaba Chabán. Al escuchar los silbidos de la gente salió Fontanet, tomó el micrófono y con mucha furia dijo algo así: “¡Loco rescátense! No queremos que pase nada, basta de bengalas, tengamos un show en paz ¿se van a portar bien…?”. Al escuchar la afirmación del grueso de la gente comenzaron los primeros acordes de Distinto, el primer tema de su tercer disco Rocanroles Sin Destino y el sonido de la voz de Pato, rabiosa y filosa, agitando a las masas: “A pensar, a reaccionar, a relajar a despotricar, a decir estupideces…”.

Era el primer tema, las banderas flameadoras se reproducían y se agitaban de un lado para el otro, cada vez más. La gente contenta saltaba y cantaba a voz de cuello, yo también… igualmente me había fijado que eran cuatro ya las bengalas encendidas. Más las dos del comienzo, se habían encendido seis en total. Pero la séptima fue la peor, fue mortal… era distinta. Era una candela. Lanzaba luces hacia arriba, yo la vi, todo pegaba en el techo, en la media sombra y en una milésima de segundo prendió todo.

Estuve consciente en todo momento, no había ingerido alcohol (como si lo había hecho el martes 28) y estaba perfectamente lúcido. Antes de entrar a Cromañón, fuimos a un kiosco y me comí un pebete de jamón y queso con una sprite de 600cm. Me sentía fuerte al tener el estómago lleno.

Pensar que una de las últimas frases del único tema que tocaron decía: “A consumirme, a incendiarme, a reír sin preocuparme, hoy vine hasta acá…” A minuto y medio del primer tema, cuando Pato dejó de cantar y no pasaron más de diez segundos para que dejara de tocar el resto de la banda. La gente comenzó a gritar desesperada, algunos se quedaron esperando que el fuego se apagara, otros corrían sin dirección y otros buscaban a su grupo (hermanos, novias, etc.). A los pocos segundos se cortó la luz, no se veía nada, solo el fuego en el techo. Cromañón era un mar de gente apretujada, con un solo espacio libre en el medio de la pista dónde caían plásticos en llamas. Justo por ahí corrí yo. Era la única opción que me quedaba para ganar tiempo. Logré pasar por ese espacio, bajo la lluvia incandescente, sin que el fuego me tocara. Choqué contra la propia masa que se dirigía hacia la puerta principal. Comencé a empujar con todas mis fuerzas, como otros tantos miles. Veía el cartel verde de salida a unos diez metros, y avanzaba, realmente, más lento que el paso de una tortuga. En unos segundos una nube negra se apoderó del lugar, la única luz que se veía era la del propio fuego que había incendiado algunas banderas que estaban apostadas en los balcones. Era el mismísimo infierno. No se veía nada y el tóxico poco a poco le ganaba la pulseada al oxigeno. Lo sentía en mi cuerpo, en mis órganos; la gente se caía y había demasiada e insoportable presión. Muchas veces quedé apretado en avalanchas, en diferentes canchas de fútbol, pero esta presión era diferente a todas. Eran miles contra mi espalda, ejerciendo fuerza para adelante. Casi sin darme cuenta llegué a estar debajo del cartel que veía hace instantes a diez metros. Lo tenía ahí, estaba contento, era la salida.

Mi ilusión duro poco. Todo se desbarrancó cuando noté que la gente que tenía adelante no avanzaba. A centímetros tenía el hall (de tres metros aproximadamente), pero constantemente veía a los mismos. Me di cuenta que las puertas estaban cerradas. No me quedaba otra que esperar… la muerte o el milagro de la vida. Mientras tanto, se me cruzaban muchas cosas por la cabeza, eran flashes, como la tragedia de La Puerta 12 y el incendio de la discoteca Kheyvis, me decía a mí mismo: “Que cosa… me muero de joven” o “como estoy sufriendo y como voy a sufrir en unos minutos, morir quemado que horror” o “mira vos, termino el 2004 muerto”; en unos segundos mi cabeza pensaba… y seguía pensando. Los médicos me dijeron que fue positivo para mantener el cerebro activo ante la falta de oxígeno. Mi único objetivo, hasta esperar que abran las puertas, era no chocarme a una columna que tenía a sólo 60 centímetros de mi cara.

“Duro como un muerto en su tumba que murió de miedo por el valor de vivir”

Quería correrme hacia la derecha o izquierda de la columna, pero no podía, la gente  no  me  dejaba.  De  pronto  los  gritos  se  convertían  en  aullidos.  “Me  muero,

¡ayúdame por favor!” y “Abran las puertas!”, se repetían sin cesar. Por la presión que tenía en mi espalda me iban corriendo para adelante. Tenía la columna a solo 30 centímetros. Fue ahí cuando me di cuenta que estaba parado encima de personas, que me rasguñaban las piernas, desesperados por vivir. Querían que alguien los ayudara. Pero ni yo ni nadie podíamos hacer nada. No tenía lugar para estirarles una mano. Lamentablemente y me angustia mucho decirlo, era mi vida o la de ellos.

“Morir en el delirio de esos ojos tristes, en el delirio de esa luz infinita”

Era la ley de la selva, la ley del más fuerte o del más vivo o del que tenía más suerte o mas coraje, bah que se yo. Gracias a esa gente, a esos cuerpos que estaban en el piso, pude elevarme unos centímetros más y pude captar el poco oxígeno que venía, no sé de dónde, pero lo sentía. Había gente más alta que yo (mido 1.70 y pesaba 64 kilos), que me impedía captar ese aire de vida. Comencé a respirar mal. La remera que tenía en la cintura no la podía sacar, ya que estaba muy apretada contra el cuerpo de la persona que tenía detrás. Seguía tranquilo, pero con menos esperanzas, fue cuando escupí la columna que ya tenía a solo diez centímetros. Pensé que era sangre y que me estaba asfixiando, luego en la calle, me di cuenta que era un líquido espeso y negro. Al mismo tiempo, un pibe pelado que tenía a mi lado cruzó el brazo para sostenerse y ayudarse haciendo fuerza contra la columna. Casi me quita el poco aire que venía, le tomé el antebrazo y le dije sin fuerza y con un hilo de voz, tan fino como la vida que  me quedaba: “Por favor pelado, bajá el brazo porque me muero acá nomás”. Por suerte lo entendió y lo sacó. “Tranquilo vamos a salir”, me contestó. “No me dejes morir pelado, si caigo levántame”, fue mi ruego. No aguantaba más. Los segundos eran interminables, no se calcular el tiempo que estuve ahí adentro donde la gente se moría bajo mi mirada. En un momento no sentí más los gritos, solo un enorme silencio. Lo único que escuchaba era mi respiración.

De repente, en mi inminente desvanecimiento, sentí oxígeno, aire y más aire.  La terrible presión se descomprimía, lo seguí al pelado hacia la derecha, aire y más aire, vi luz y a un bombero entrando con una manguera. Salí por una puerta de emergencia que ellos habían abierto. El recorrido de los tres metros de hall fue lo más lindo que me pasó en la vida; era mi nuevo nacimiento. Sentí el aire en mi cara, en mis órganos otra vez. Salí. Por fin. Me abrace fuerte con el pelado, le dije: “Soy de Parque Chas, Urquiza ¿y vos? “de Devoto”, me contestó.

La cabeza y el pecho me estallaban de dolor, pero no podía caer hasta encontrar a Diego. Fui a buscarlo dónde habíamos quedado en encontrarnos luego del recital, y agradecí al cielo cuando lo vi… estaba con su remera en la mano gritando mi apellido con los brazos en alto. No sé cómo hizo, pero salió un par de minutos antes que yo. Nos abrazamos y ahí si caí tranquilo. La fachada de Cromañón no la podía ver más, me daba pánico, me quería ir. La gente lloraba y se moría en la vereda, a mi lado. Pronto el dolor de cabeza desapareció y sólo me dolían las costillas y la espalda. Las ambulancias no habían llegado aún. “Estoy seguro que murió mucha gente, vamos a llamar a casa porque esto va a salir en todos los medios”, le dije a Diego. Me levanté como pude, fuimos hacia la avenida Pueyrredón y llamamos a nuestros seres queridos.

Llegamos al Hospital Tornú en taxi, dónde nos hicieron placas y nos revisaron los pulmones.

“Que no se quede mi pueblo dormido que ya no me engañen más ni jueguen conmigo”

Absolutamente todos esa noche, luchamos por sobrevivir y por salir de ese infierno. Luchamos, con el alma por nuestras propias vidas, sin más armas que nuestro propio cuerpo. Todavía no puedo creer que salí del lugar donde murieron 194 personas y que fue la mayor tragedia en la historia argentina, superando a los atentados a la embajada de Israel (29 muertos), a la AMIA (85 muertos), a la Puerta 12 en la cancha de River (71 muertos) y al incendio de la Disco Kheyvis (17 muertos).

Todavía no logro caer, nunca me voy a olvidar del 30 de Diciembre de 2004, ni tampoco de todos los chicos que quedaron asfixiados ahí adentro. Espero que nadie se olvide de lo ocurrido y que de una vez por todas cambie la educación en el país.  Porque aunque vayan presos todos los responsables; si nuestra cabeza no cambia, tarde o temprano aparecerá nuevamente la ignorancia, que lamentablemente va de la mano de la maldad y la codicia. Porque sólo alguien que no piensa prende una bengala en un lugar cerrado. Sólo alguien que no piensa deja una puerta de emergencia clausurada y con candados puestos. Sólo alguien que no piensa aprueba un lugar que no estaba apto y sólo alguien que codicia vende el triple de entradas de lo permitido. Cromañón fue una cadena de irresponsabilidades que aún tiene atados a todos los familiares y a todos los que pudimos salir de ese infierno.

“Si me cansé de esperar fue porque mi tiempo no curó ni una herida, si me canse de olvidar es porque el olvido es la pastilla suicida”

Mi deseo es que este relato sirva de algo, que sea un granito de arena para cambiar nuestra conciencia diaria y que ante un hecho semejante usemos la cabeza para pensar y finalmente el corazón para sentir.

Qué se dice del tema...