En las antiguas pestes, el único antídoto era la Fe en Dios

En las antiguas pestes, el único antídoto era la Fe en Dios

Hoy confiamos en los médicos más que antes. En los tiempos antiguos, éstos andaban solos, se vestían con ropas engrasadas y se lavaban poco.


Mientras la Humanidad espera una vacuna contra el Coronavirus que quizás no esté lista hasta dentro de varios meses, es necesario recordar que la ciencia – que es nuestra fe más moderna- fue siempre insuficiente en los viejos tiempos para prevenir las pestes, aunque la experiencia científica quizás nos libre de algunos males en el futuro. Al fin y al cabo, un poco ha avanzado.

Hubo en la antigüedad terribles pestes, que dejaron un rastro de dolor y muerte tras de sí, que moldearon un miedo instintivo que aún no nos abandona muchos siglos después. Además, ver con los ojos de hoy los métodos que se usaron hace apenas dos o tres siglos para combatir las epidemias nos hace pensar que no todo tiempo pasado fue mejor.

Es necesario recordar que las mascarillas no se utilizaron en los quirófanos hasta la década de 1920. Los primeros respiradores aparecieron recién en la década de 1930, al igual que las vacunas antigripales. Las salas de terapia intensiva datan de los ’50 y los guantes de látex se inventaron recién en 1964.

A fines del Siglo 19, sólo había vacunas contra dos males: la rabia y la viruela. Lo mismo, recién en esa época los médicos estaban obligados a  inscribirse en un registro, en los que se les exigían algunos pocos requisitos. Ellos operaban, amputaban y asistían en los partos sin medidas mínimas de higiene, sin guantes y, casi siempre, sin lavarse las manos. Por estas razones, contagiaban enfermedades y eran contagiados con pasmosa facilidad.

Finalmente, la única defensa del Pueblo era la fe en Dios. Acorralados por fuerzas (o pestes) desconocidas y aterrorizados por enemigos invisibles, que los mataban por miles, su única esperanza estaba en el más allá, porque las ciencias médicas poco podían hacer por ellos.

Era proverbial la figura de los médicos en las pestes que azotaban a Europa y América en los siglos 18 y 19. Siempre solos, vertidos con batas de telas gruesas, que se engrasaban para que los humores corporales de los enfermos resbalaran por ellas hasta perderse. Se cubrían con máscaras, que estaban tocadas con enormes narices, rellenas de hierbas aromáticas y paja, que se pensaba que era un buen aislante. A la altura de los ojos llevaban dos lentes de vidrios y se ponían altos sombreros negros. Además llevaban bastones, que servían para dos cosas, para tocar a los enfermos y para mantener a distancia a éstos y a sus familiares. Es de imaginar las escenas de desesperación en las que a menudo debían verse envueltos, habiendo tan pocas posibilidades de curar a los “apestados”.

Para peor, quienes los enviaban a tratar a los enfermos eran conscientes de las limitaciones que tenían estos rudimentarios facultativos, que se adentraban en las barriadas más pobres para  hacer sangrías o recetar remedios que a menudo fracasaban en su propósito sanador. Tan pocos conocimientos tenían aquellos médicos que pensaban que era el hedor de los cadáveres y no las pulgas infectadas las que provocaban la peste negra que asoló Europa entre 1347 y 1353. Para combatir los olores llevaban paños embebidos con ámbar gris y hojas de menta.  No es de extrañar que casi un tercio de la población europea pereciera en esos tiempos.

Daniel Defoe, periodista y escritor –autor de Robinson Crusoe y Moll Flanders, entre otros- escribió en 1722 el “Diario del año de la peste”, que describía a la que azotó a Londres en 1665. Allí relató que algunos médicos mascaban ajo y tabaco y además embebían sus cabellos, su ropa y sus pañuelos para contrarrestar los efectos nocivos de la peste bubónica.

Las precauciones que tomaban los comerciantes no eran menos abstrusas. En los negocios ponían pequeños recipientes de vinagre y les pedían a sus clientes que depositaran allí sus monedas. En las casas, se echaba cal viva a todo lo que podía haber tocado un infectado, se perfumaban los muebles para ahuyentar olores y se protegían del aire de la noche, cuyo negro manto albergaba los hedores y las miasmas secretas que los enfermaban.

Las autoridades estaban convencidas de que la suciedad era el origen de los males, por eso difundían ese mensaje, que provocaba que grupos de aterrorizado ciudadanos atacaran con violencia a los vagabundos, a los mendigos, a las prostitutas y a los judíos, a los que acusaban de desprender un hedor repulsivo, que atribuían a la presencia de Satanás.

En 1721, Juan Francisco Capello publicó “Epílogo de maravillosos y experimentados antídotos contra la peste”, en el que incluyó a las “triacas”, que no tienen que ver con los dos exministros de Trabajo argentinos, padre e hijo, sino que eran soluciones dispensadas por farmacéuticos que se elaboraban en base a opio y a hierbas aromáticas varias, de las que se decía que poseían poderes curativos.

Finalmente, la única defensa del Pueblo era la fe en Dios. Acorralados por fuerzas (o pestes) desconocidas y aterrorizados por enemigos invisibles, que los mataban por miles, su única esperanza estaba en el más allá, porque las ciencias médicas poco podían hacer por ellos.

Por esa razón, se organizaban procesiones y peregrinaciones que se convertían en medios seguros de contagio de la peste y de la muerte. Incluso solía verse a los penitentes vestidos con largas túnicas blancas, autoinfligiéndose latigazos o llevando la cruz de Cristo para expiar sus pecados. Muchos, en ese tiempo en que las almas eran tan importantes como los cuerpos, mientras yacían en sus lechos de muerte, les pedían a los médicos que los golpearan con los bastones que éstos solían usar, para pedir perdón por sus pecados.

Ya que la ciencia no los rescataba, a los dolientes sólo les quedaba volver la vista al Cielo, en busca de esperanza. Como ahora.

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