Soberanía ferroviaria: un mundo en expansión que requiere protección

Soberanía ferroviaria: un mundo en expansión que requiere protección

Tres líneas ferroviarias de cargas pasarán a ser operadas por el Estado el año próximo. Los vaivenes del ferrocarril.


Detrás de la decisión de la suspensión de los contratos de las empresas operadoras ferroviarias Ferroexpreso Pampeano, Nuevo Central Argentino y Ferrosur Roca, más allá de las razones coyunturales, existe una historia que es necesario refrescar, aunque sea sintéticamente.

Por estos días, el ministro de Transporte, Alexis Guerrera anunció que las empresas estatales Trenes Argentinos de Carga y Trenes Argentinos Infraestructura estarán a cargo desde el año que viene de la operación de las cargas y del manejo de los bienes y la infraestructura ferroviaria por la que transitan las formaciones, respectivamente.

Los contratos de las empresas, que no serán renovados, vencen el 31 de octubre de 2022 (Ferroexpreso Pampeano); el 21 de diciembre de 2022 (Nuevo Central Argentino) y el 10 de marzo de 2023 (Ferrosur Roca).

La razón que motivó esta drástica medida tiene que ver con la indolente actitud que mantuvieron las empresas concesionarias durante los últimos 30 años en el mantenimiento de las vías, lo que provocó que sus trenes se volvieran lentos y limitados en cuanto a sus volúmenes de carga. Esta circunstancia hacía que se perdieran oportunidades de negocios, a la vez que forzaba al Estado a ocuparse del mantenimiento del trazado ferroviario al que estaban obligados los privados. Así no tenía sentido continuar con la concesión.

A partir del año que viene, entonces, el Estado manejará la red carguera ferroviaria, dándole fin al sistema actual. Será el turno de avanzar hacia un sistema de Acceso Abierto, en el que el Estado se hará cargo del mantenimiento de las vías –que es el costo más alto de la operación ferroviaria- y las empresas pagarán peaje cuando utilicen la infraestructura, un sistema similar al que rige en Chile y Estados Unidos.

De esta manera se oficializa lo que ya ocurría antes. Un Estado bobo haciéndose cargo de la inversión y unos “ferropiolas” haciendo uso de la red por una módica suma, que no representa ni de lejos un costo real.

El propio presidente de Trenes Argentinos, Martín Marinucci, manifestó que la ausencia de inversiones de las empresas concesionarias impidió que pudieran regresar los servicios de pasajeros en varias líneas del interior, ya que hasta ahora éstas sólo funcionan en el Área Metropolitana Buenos Aires. Como aporte, Marinucci anunció el regreso de la línea Rosario-Cañada de Gómez, que se concretaría hacia fin de año.

Una historia de progreso y traiciones

Las historias que explican el progreso y la épica del crecimiento de los países están repletas de avances y retrocesos, aciertos y equivocaciones y, especialmente, de héroes y traidores.

En el caso de los ferrocarriles argentinos, uno de los héroes es Raúl Scalabrini Ortiz, que alguna vez había escrito, años antes de su nacionalización, acaecida en 1948: “El capital de los ferrocarriles nacionalizados deberá, en consecuencia, ser nulo. Su obligación no será la de servir un capital dado, sino la de servir a la vida nacional en todas sus manifestaciones. Este novísimo criterio del servicio público puede parecer sorprendente, pero eso ocurre, simplemente, porque nos hemos acostumbrado al absurdo viejo criterio de la utilidad directa”.

La explicación a este concepto es sencilla, pero no por ello menos desconocida. Los números y los balances de los ferrocarriles deben ser evaluados a través de un criterio denominado “renta social exigible”, que consiste en la confección de una estadística que como punto de partida considera, primeramente, al ferrocarril como inexistente. En el origen de este concepto está que el ferrocarril siempre otorga pérdidas en sus balances, pero por contrapartida genera enormes ganancias a causa de que su sola existencia evita la existencia de otros déficits.

Entonces, el primer término de esta ecuación es que si los trenes no se hubieran construido, el Estado debería invertir grandes sumas de dinero en más rutas, en su vigilancia, en más tareas de mantenimiento y en más tareas de mitigación de la mayor polución ambiental provocada por los motores de autos, camiones, colectivos y motocicletas. Además, los ciudadanos y el Estado deberían gastar muchísimo más en combustibles fósiles, ya que una formación ferroviaria consume alrededor de 200 veces menos (en pesos, en polución, en problemas de tránsito y de contaminación, etc) que los camiones que transportan el mismo volumen de carga.

Paralelamente, el Estado debería, en un contexto de crisis energética, hacerse cargo de planificar y operar el transporte de pasajeros interurbano, por el que viajan diariamente alrededor de un millón doscientas mil personas. Por otra parte, los viajes en transporte callejero insumen más tiempo, generan más gasto en combustible –ante el auge de la cultura “petromovilera”- y trasladan a muchas menos personas por cada unidad. Todo esto, sin hablar de los problemas adicionales que se generarían a causa del mayor tránsito masivo y de la mayor cantidad de horas de viaje que deberían soportar los pasajeros.

La renta social exigible sería, entonces, la diferencia entre los costos que acarrea el ferrocarril y los costos que deberían encarar el Estado y los privados si el transporte por vía férrea no existiera. Ésta resulta abrumadoramente favorable al ferrocarril.

La contrapartida

Si hablamos de traidores, se debería comenzar con Arturo Frondizi, el presidente radical intransigente que gobernó entre 1958 y 1962. Con el ánimo de “modernizar” el ferrocarril y de “racionalizar” las supuestas pérdidas que los trenes le causaban al Estado, su ministro de Economía, Álvaro Alsogaray, viajó a Estados Unidos para encontrar una solución, pero en realidad importó un problema más.

Trajo desde allí al general Thomas Larkin –hombre del Banco Mundial, que era y es aún una entidad subsidiaria del Fondo Monetario Internacional-, que elaboró el famoso Plan Larkin, que consistía en desactivar el 32 por ciento de las vías férreas existentes, despedir a 70.000 trabajadores ferroviarios y convertir en chatarra todas las locomotoras a vapor, 70.000 vagones y 3.000 coches.

La idea era reemplazar todos estos elementos en el mercado externo, para así modernizar los ferrocarriles, renovando los rieles y el material rodante. Finalmente, el Plan Larkin se llevó a cabo sólo parcialmente debido a la resistencia de los trabajadores, que luchaban por su supervivencia. Pero la mala raíz quedó y sigue allí todavía, aunque en estado larval.

Los contratos de las empresas, que no serán renovados, vencen el 31 de octubre de 2022 (Ferroexpreso Pampeano); el 21 de diciembre de 2022 (Nuevo Central Argentino) y el 10 de marzo de 2023 (Ferrosur Roca). La razón que motivó esta drástica medida tiene que ver con la indolente actitud que mantuvieron las empresas concesionarias durante los últimos 30 años en el mantenimiento de las vías.

Últimas consideraciones

Desde el diez de julio de 1992, cuando se privatizaron los ramales ferroviarios, el tráfico sufrió distintos vaivenes, a la suba y a la baja. En esos tiempos, el déficit aproximado era de un millón de dólares por día, si se midiera en balances, una cifra que solían esgrimir los adalides de las privatizaciones para justificarlas.

En 1992 el tren transportó 4.943.000.000 toneladas por kilómetro y por año. Hasta el año 2000, los números crecieron hasta 8.696.000.000 tn x km x año, para caer en 2005 a los 5.132.000.000 tn x km x año. En 2007, la cifra tuvo un fuerte incremento, que llegó a las 12.871.000.000 tn x km x año. En 2012, esta cifra descendió levemente hasta los 10.582.959.944 tn x km x año. En 2017, con la crisis de Cambiemos, los números se retrotrajeron hasta aproximarse a los de 1998: 8.377.478.672 tn x km x año. Estos guarismos se correspondieron con los altibajos de una economía que sufrió numerosos sacudones.

Tomando en cuenta que el ferrocarril es el único medio de transporte que debe mantener sus equipos y además debe hacer lo mismo con la ruta que recorre, algo que no ocurre con ninguno de los demás medios de transporte, es necesario tomar en cuenta que existe un mercado gigantesco para que crezca la infraestructura ferroviaria, algo que jamás ocurrirá con ésta en manos privadas. Algunos de los principales beneficiarios de esta expansión serían los exportadores, para quienes el costo del flete representa el 25 por ciento de su precio final.

De todos modos, estatizar debe ser estatizar. No está mal que las empresas abonen un canon por utilizar la infraestructura que antes no mantuvieron como debían. La cuestión está en saber cuál es el canon, porque hay cánones y cánones. Bernardino Rivadavia estatuyó uno para los enfiteutas en 1826. El caso es que nadie pagó ese canon y el ahorro en pesos fuertes convirtió a esos beneficiarios de la Ley de Enfiteusis en los poseedores de las tierras de la Pampa Húmeda a cambio de nada…o de casi nada.

No debería pasar lo mismo en esta ocasión.

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