Jaime Dri: La libertad quedaba lejos

Jaime Dri: La libertad quedaba lejos

Lo secuestraron y torturaron en Uruguay. Luego lo torturaron en la ESMA. Seguro de que lo iban a asesinar, cruzó el río y se escapó en Paraguay.


Jaime Feliciano Dri nació en 1940 en el seno de una familia católica en Chajarí, provincia de Entre Ríos. Tan católica que uno de sus hermanos era sacerdote y cinco de sus hermanas eran monjas. Su padre, que sobrevivió milagrosamente al bombardeo de Plaza de Mayo, tuvo, a su vez, 13 hijos más. Eran los tiempos en que los vástagos eran una bendición y no una carga económica.

Siendo muy joven, Jaime su unió a la Juventud Peronista y participó activamente en 1965 en las movilizaciones que se hicieron para repudiar la intervención militar estadounidense en Santo Domingo.

Posteriormente, se radicó en Chaco, donde se destacó como delegado gremial de la Unión de Personal Civil de la Nación. En ese carácter, formó parte del Comité de Huelga creado por los gremios estatales para oponerse a la quita de derechos que decretó el gobernador de facto de Chaco, el coronel Miguel Ángel Basail, que fue obligado a renunciar a causa del conflicto.

En 1973, cuando cayó la dictadura, Jaime fue elegido como diputado provincial. Incorporado a Montoneros, en 1975 se convirtió en secretario general del Partido Peronista Auténtico (PPA), del cual fue el principal organizador en la zona nordeste y del litoral del Río Paraná.

Cuando los militares volvieron al poder para acabar con el peronismo y exterminar a su militancia, Dri pasó a la clandestinidad. Al año siguiente, pasó a formar parte del Consejo Superior del Movimiento Peronista Montonero. Por esos días, cuando Jaime ya estaba casado con la panameña Olimpia Díaz, los militares secuestraron a sus hijos Fernando, de cinco años y Vanesa, de siete. Olimpia se comunicó con el presidente panamaño, Omar Torrijos, que los encontró en una comisaría y gestionó su devolución a la familia.

Caer en manos del enemigo

El 15 de diciembre de 1977, cuando Jaime Dri y su compañero Juan Alejandro Barry abandonaban Montevideo por una ruta balnearia, fueron emboscados y baleados por militares argentinos que estaban operando en la zona. Barry fue asesinado allí mismo y Dri, herido en una pierna, fue secuestrado y transportado primero a la tortura en Uruguay, luego a la Escuela de Mecánica de la Armada y, tras ello, a la “Quinta de Funes”, en Rosario, adonde operaba el sanguinario General Leopoldo Fortunato Galtieri, que combatía a los argentinos, pero no a los ingleses.

Luego de unos meses, el Ejército le “prestó” el prisionero a los marinos que operaban desde la Escuela de Mecánica de la Armada. Allí, Dri fue sometido a trabajo esclavo para el proyecto político del “Almirante Cero”, Emilio Eduardo Massera que tenía aspiraciones presidenciales.

Era habitual en ese entonces que los secuestrados fueran llevados a los puestos fronterizos para “lanchear” a sus compañeros que intentaban volver al país para seguir militando. En la jerga de los servicios de inteligencia, el lancheo era el equivalente a “marcar” a los montoneros que ingresaban al país. Muchos secuestrados no cumplían con la premisa de sus secuestradores, pero algunos militantes que ingresaron cayeron en manos de la represión al amagar un gesto de sorpresa ante la la presencia de algún secuestrado observándolo en la frontera. Uno, inclusive, se tomó la pastilla de cianuro cuando vio a uno de sus compañeros, eligiendo la muerte antes que caer con vida.

La única oportunidad queda lejos

Pero los marinos no confiaban en Dri. Desconfiaban de su trato amigable y campechano, que ocultaba a un duro, que no les había entregado nada. Tuvo que esforzarse para convencerlos de que podía ser un buen traidor. El nueve de julio de 1978 lo mandaron a Puerto Pilcomayo, una pequeña localidad frente a Itá Enramada, del lado paraguayo, a 1.229 kilómetros de Buenos Aires.

Quedó al cuidado de un miliquito de 18 años, que unos días después fue reemplazado por Alberto, un joven de 20 años. Un día, sentados frente al Río Paraguay, Alberto le dijo: “nos quedamos sin cigarrillos, ¿porqué no compramos unos importados del otro lado?”

Dri no lo podía creer. “¿Vos decís que crucemos a Paraguay?”, preguntó. Ante la respuesta afirmativa del militar, le preguntó: “¿no habrá problemas?”. El otro contestó: “es un ratito, vamos y venimos”. El pibe quería ir en la lancha, pero el Pelado Dri sugirió ir en la balsa, que era menos visible para los demás. Ganó su moción, pero quedaba un problema a resolver: el arma.

“¿Vas armado?”, le preguntó el prisionero a su custodio. Ante la respuesta positiva, le sugirió al marino que le dejara su pistola al custodio de Prefectura.

Cruzaron desarmados hasta Itá Enramada. Allí, Dri le sugirió al muchacho irse hasta Asunción, que estaba a 15 minutos en colectivo. El guardia desconfiaba. Hacía caminar a Jaime del lado de la pared y no le quitaba el ojo de encima.

Pero, de repente, una vidriera llamó la atención del joven, que quería comprarle una cartera a su novia. Dri vio la libertad por primera vez en siete meses al alcance de su mano. Respiró profundo y se lanzó como un cohete hacia la calle. Cuando giró en la esquina, con el soldadito pisándole los talones, se encontró de frente con dos policías, a los que engañó fingiendo una broma entre amigos.

A mitad de cuadra se encontró con un taxi y se lanzó dentro del vehículo. Alberto llegó detrás de él y se trenzaron en un entrevero de insultos, golpes y forcejeos. El taxista amenazó con llevarlos a la policía y en ese instante, Jaime pronunció la frase mágica: “soy peronista y los gorilas me tienen secuestrado”. El taxista frenó y se giró para pedir explicaciones. Dri se tiró al pavimento y corrió. Antes de perderse en el laberinto asunceño, se dio vuelta y lo vio discutiendo con el taxista, quizás intentando explicarle lo inexplicable.

Sin plata, sin documentos y sin opciones, la memoria y la imaginación son las únicas armas posibles. En los diez días que llevaba en Puerto Pilcomayo, Dri había encontrado en una guía telefónica el número de un político demócratacristiano al que apenas conocía.

Milagrosamente, encontró la casa. El hombre no estaba, pero la encargada le permitió esperarlo en el salón. Finalmente, el señor llega y Jaime le explica su situación. A pesar del susto, el paraguayo decide ayudarlo. Se contacta con el arzobispo de Asunción, Ismael Rolón, que lo esconde en el Seminario Mayor de la capital paraguaya.

Luego, vuelve a comunicarse con Olimpia, que lo creía muerto. Nuevamente, el general Torrijos interviene. Le ordena a su embajador que lo saque de Paraguay y lo devuelva a Panamá. Para eso le envía un avión militar, que lo recoge en Brasil y lo regresa a su patria adoptiva, en la que aún vivía al cierre de esta edición, dando clases en la Universidad de Panamá.

El 20 de septiembre de 1978, Jaime Dri, flanqueado por los socialistas Lionel Jospin –que fue primer ministro de Francia entre 1997 y 2002- y Francois Miterrand –que fue presidente de Francia entre 1981 y 1995- y por sus compañeros Fernando Vaca Narvaja y por la viuda de Norberto Habbeger, Flora Castro.

Muchos años después –la justicia tarda en llegar en Argentina-, declaró en el juicio de la ESMA (Comodoro PY) el 16 de diciembre de 2010, casi en coincidencia con la fecha de su secuestro, acaecido el 15 de diciembre de 1977.

En 2009, había declarado en la “Causa Funes”, en Rosario, que recién por estos días fue declarada como ciudad insegura. Quizás en 1976 nadie robaba, ni traficaba, ni asesinaba a personas inocentes.

En este juicio, quedaron retumbando las palabras finales de la declaración de Jaime Feliciano Dri, dirigidas a sus secuestradores de antaño: “tengan un gesto de grandeza alguna vez, digan adónde están nuestros compañeros”.

Pero fue inútil. La grandeza no penetra en ciegos corazones. Sólo los héroes practican ese credo olvidado. No ellos, que mataron para agrandar los patrimonios de ciertos personajes y, a cambio, recibieron las migajas de aquellas insondables fortunas. El coraje es grandeza, pero éste no tiene lugar en una guerra de sombras y calabozos.

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