La ópera de los constructores

La ópera de los constructores


Hubo un tiempo en que grandes constructores, ingenieros casi todos y orgullosos de su profesión, formaron parte de una elite reverenciada a la que era difícil de acceder. Una elite conocedora de los movimientos del poder político y de los negocios de envergadura que el Estado suele proporcionar a través de la obra pública. Tanto que llegaron a conformar la reconocida “Patria Contratista”, integrada por los más poderosos empresarios de la construcción, con la suficiente espalda para participar de las licitaciones más codiciadas.

Era una elite empresarial integrada por hombres, y una mujer, portadores de una enorme cuota de poder económico y un halo que a su paso generaba en los subordinados, y en sus propios pares, un visible temor reverencial. De muy bajo perfil público, su exposición solo era notoria una vez al año, en el mes de noviembre, cuando la institución que los nucleaba realizaba la Convención Nacional de la Cámara Argentina de la Construcción.

Aparecían entonces con sus trajes caros, descendiendo de automóviles más caros aún conducidos por fieles choferes que hacían uso extensivo del poder de su patrón frente a periodistas y constructores menores. Llegaban a la Convención para escuchar a algún orador internacional relevante, a ministros de Economía y de Obras Públicas del momento y, obviamente, al presidente de la nación de turno. Del conjunto de trajes negros, azules o grises oscuros, se destacaba siempre una dama que en cada encuentro ostentaba sus mejores prendas claras y lujosas y, en el último tiempo de su vida, una paqueta silla forrada íntegramente en raso color rosa ubicada en la primera fila y en el medio de todos los constructores: Amalita Lacroze de Fortabat, la reina del cemento argentino.

Era un tiempo en que regía la competencia y las grandes empresas casi siempre dejaban relegadas a las más pequeñas, igualmente afiliadas a la Cámara Argentina de la Construcción porque pertenecer a ese ámbito era signo de prestigio, aunque cada tanto se mataran disputando una obra aquí, otra acullá. La pátina del poder se mantenía incólume aún cuando entre los pliegues de la apariencia todos supieran que la “retribución” a las concesiones había existido desde siempre en porcentajes que hasta un lobbysta estadounidense consideraría razonable. Especialmente en épocas de elecciones, cuando la dádiva se distribuía caprichosamente entre los dos candidatos presidenciales principales. Apostar a ganador, era la consigna oculta.

Los constructores nativos se conformaban con que en cada cambio de gobierno pudieran disponer de un nexo hábil que les permitiera abrir las puertas de los despachos para hacer prosperar sus proyectos. Para comprender esta necesidad hizo falta que un ingeniero, ducho en estas situaciones, explicara que los constructores “fueron, son y serán siempre oficialistas”.

Tanto se adaptaban que ante un cambio de gobierno ellos también cambiaban su presidente en la CAC. Asumía el que mejores contactos tenía con el signo partidario en el poder o con la dictadura de turno. El objetivo único y central: maximizar las posibilidades de obtener la obra pública, algo bastante lógico para gente de negocios. En muchos casos, y sobre todo cuando se instalaba un gobierno peronista, ellos contaban con dos llaves mágicas para entrar: una, el constructor con mala suerte económica Gregorio Chodos -ya fallecido, afortunadamente para él-, el más político de todos que, además, no era ingeniero; la otra, impensada para cualquier clase empresarial,  era el titular de la UOCRA Gerardo Martínez. No habrá jamás en el sindicalismo argentino un dirigente tan mimado y considerado como él dentro de la elite de los patrones.

Como con casi todos los hechos de la vida, llegó un día en que todo aquello cambió. Algunos pensaron que para bien, otros sospecharon que las cosas ya no serían iguales a la tradición que mantuvo la elite por décadas, pasando el santo y seña de padres a hijos. El “mecanismo” dio un giro tan notable que convirtió a los poderosos constructores en dependientes del poder político de turno, un poder que amenazó con mantenerse eternamente y casi lo logra.

Ninguno de los miembros de la CAC sospechó, en un coctel que se realizó en la sede misma de la cámara a fines de 2003, al destino que conduciría la designación de Carlos Wagner al frente de la entidad tras la asunción de Néstor Kirchner en el máximo poder de la Argentina. Wagner reunía las condiciones necesarias: era amigo del presidente y había hecho obras en el sur argentino, especialmente en Santa Cruz. Sin embargo, su empresa Esuco -cuyas páginas web son hoy inaccesibles- no tenía hasta el momento de asumir grandes logros que mostrar y distaba bastante de llegarle a los zapatos de Techint y el grupo Roggio. Pero era funcional al nuevo esquema.

La “mecánica” siguió funcionando como lo había hecho antes pero los constructores -sin ánimo de defenderlos- se enfrentaron a otra modalidad, ya experimentada e implementada en San Cruz. Los montos y las fechas de las coimas se incrementaron y se adelantaron, respectivamente. La “retribución” no salía directamente de sus bolsillos sino -como reaseguro- del primer embolso por la obra concedida, como dicen hábilmente los declarantes arrepentidos. Hasta ahora no se sabe a ciencia cierta si debieron pagar antes algún valor para que les sean concedidas las obras. Tampoco ha trascendido si ante cada presentación de los certificados de obras y los sobreprecios también estaban obligados a una devolución.

Para quienes conocen un poco de la historia de la CAC  -que siempre disputó la sigla con la Cámara Argentina de Comercio- los constructores nunca sintieron tanto la presión gubernamental como en los tres gobiernos kirchneristas. Aparentemente, ni siquiera con los milicos.

Millones, millones de dólares, circularon entre el Ministerio de Planificación y sus respectivas secretarias y subsecretarías y los constructores de la CAC, dejándolos a éstos involucrados dramáticamente por la “imprudencia” de un chofer infiel que anotó todo en sus cuadernitos durante años. Las cifras son obscenas, tanto como la codicia de funcionarios y jefes de estados participantes en una maniobra que se convirtió en sistema. Los nombres de los constructores comprometidos erizan los cabellos y la piel, aquel respeto reverencial del que habían gozado quedó por el piso, el prestigio de la casta se ha desvanecido para siempre.

En sus gloriosas vidas, donde el trabajo y los negocios se realizan solamente de lunes a jueves porque es muy saludable disponer para el ocio y el placer los tres días restantes de la semana, jamás se imaginaron que iban a protagonizar el papel de “arrepentidos”, imputados y procesados. Cantan, como en las grandes óperas, todos cantan y no se guardan nada. Lloran, no duermen, sienten amenazados sus emporios, analizan si el dinero ha sido bien guardado, se lamentan de no haber terminado obras por las cuales también tendrán que dar cuentas.

Seguramente recordarán que se le rieron en la cara el 23 de noviembre de 2005 al entonces Ministro de Economía Roberto Lavagna cuando en esa Convención de la CAC denunció “sobrecostos y cartelización” en la obra pública. Se le rieron cuando dijo que las licitaciones de Vialidad estaban siendo investigadas por Defensa de la Competencia e incluso por el Banco Mundial.

¡Cómo no iban a reírsele en la cara si al final, en esa misma Convención, Néstor Kirchner los elogió y cuando salió de allí echó a Lavagna! El dicho viene a este cuento: “el que ríe último, ríe mejor”.

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