Una mujer pérfida, dos cuchillos mortales, tres atentados y cuatro cascos lentos

Una mujer pérfida, dos cuchillos mortales, tres atentados y cuatro cascos lentos

Esta es la historia del asesinato de Frank Carlos Livingston, un hombre de mundo, de buen pasar aunque no acaudalado, que cuando la muerte comenzó a buscarlo, buscó por fuera los indicios de peligro sin saber que estos provenían desde adentro de su propia casa.

ASESINADO. Livingston yace muerto en su casa, el 14 de julio de 1914.

Frank Livingston fue muerto recién al tercer intento. Tanto es así que se había mudado un mes antes a la casa en la que fue apuñalado por causa de un atentado anterior, que fracasó porque supo defenderse de sus futuros asesinos, a los que valientemente logró poner en fuga mediante los certeros golpes de su bastón de caña de Malaca, que tiempo después quedó tirado junto a él en la escena del crimen.

En la noche del 19 al 20 de julio de 1914, Livingston llegó a su casa después de cenar con sus dos hermanas y su cuñado. Ese domingo, su caballo Yrigoyen –que esperaba que ganara, aunque quedó relegado por otros cascos más rápidos– había corrido el Gran Premio República Federativa del Brasil, en el Hipódromo de Palermo. Era poco más de medianoche –las 0.30– cuando bajó del automóvil de Carlos Luro, el marido de una de sus hermanas, en Santa Fe y Gallo.

En sus últimos minutos de vida, este subcontador del Banco Hipotecario caminó por Gallo hacia Güemes, se detuvo en la puerta de la vivienda que llevaba el número 1680, miró aprensivamente hacia ambos lados –recordando quizás las agresiones anteriores de las que fue objeto– y finalmente abrió la puerta tras la cual lo esperaban los cuchillos.

Allí fue atacado a traición y debió debatirse como pudo frente a sus dos asesinos, Juan Bautista Lauro y Francisco Salvatto, que le asestaron 38 puñaladas. De estas, según el juez de instrucción –casualmente apellidado Irigoyen, como su caballo–, sólo una, que le seccionó la carótida, fue mortal. Los demás fueron puntazos que fueron minando su resistencia hasta que murió, mientras clamaba: “No me maten, no me maten”.

Antes del horror

Livingston y Carmen Guillot llevaban casados nueve años y él era 18 años mayor que ella. Al momento en que ocurrieron los hechos que relatamos, ella tenía 28 años, y él, 46. Tenían cinco hijos pequeños, que más tarde abjuraron de ella.

Guillot se quejó más tarde del maltrato que él le dispensaba constantemente, que llegaba hasta prohibirle ver a sus padres, que vivían en la cercana ciudad de Montevideo. Ante la Justicia, la sufrida mujer declaró: “Yo soy joven, tengo 28 años y aparento muchos más. Las privaciones son las que me han extenuado. Livingston tenía tres propiedades: en una de ellas vivía gratis su amiga. Su sueldo, bien suficiente para sostener una casa, lo malgastaba en carreras, mujeres y fiestas, y entretanto en el hogar solo dejaba tres pesos para los gastos del día. Si compraba a crédito, me pegaba, y cuando se le pedía un peso más para comprar alimentos para los chicos, contestaba: ‘Si no tienen, que no coman’”.

La confidente de la aterrada esposa era su fámula, Catalina González de Carella, que compartía con ella las interminables horas de su soledad. Esta tenía un amante que atendía un puesto de venta de pescado en el mercado de Vicente López y Rodríguez Peña, llamado Salvador Vitarelli. Compungida por el sufrimiento de su patrona, Catalina los presentó y allí comenzó a desencadenarse el drama.

En este punto es necesario relatar que, según ella misma lo confesó, Guillot planeó en algún momento envenenar a su ya no amado, pero desistió de su idea ante la posibilidad de que la poción asesina dejara algún rastro y, por consecuencia, ella pudiera ser descubierta. La inteligencia no era, indudablemente, la virtud mayor de la señora, que terminó ideando un plan igualmente delirante, al menos en términos de eludir a los investigadores criminales.

Vitarelli conocía a tres changarines italianos que solían merodear por el mercado, desarrollando tareas menores: Juan Bautista Lauro, Francisco Salvatto y Rafael Próstamo, a los que ofreció contactar, ya que Guillot le había ofrecido hasta dos mil pesos para que suprimieran su problema.

Casa de la calle Gallo 1680. Habitada por la familia del señor Livingston.

Una vez alcanzado el acuerdo dinerario, comenzaron a planear la manera de cumplir con su contraprestación. La pareja aún vivía en una de las casas que poseía Livingston en la calle Amenábar, y Guillot propuso que ella llevara a su marido de visita a lo de una de sus tías, que vivía en la calle Guise, y a la vuelta ellos cometieran el crimen. Pero el irascible marido se negó a acompañar a su esposa, por lo que los conjurados debieron seguir esperando la ocasión.

El segundo intento de asesinato no terminó en tragedia de casualidad. Las mujeres introdujeron a Lauro en la vivienda para que a la noche acudiera a la habitación en la que dormía Livingston –él y su mujer dormían en cuartos separados – y lo apuñalara. Lauro se introdujo en la habitación y se aproximó a la cama en la que dormía el mayor de los hijos de la pareja, pero de repente este se despertó y comenzó a gritar, despertando a su padre y a todos en la casa.

El pescador corrió a refugiarse bajo la cama en la que dormía la fámula, mientras Livingston lo buscaba implacablemente. El único lugar de la casa en el que no husmeó fue la habitación de Catalina, tanta era la confianza que le dispensaba. En el ínterin, Lauro intentó, exasperado, salir de su escondite y confrontar al marido de su empleadora, pero ambas mujeres lo disuadieron, explicándole que se podría descubrir su complicidad.

Fracasado el intento, los confabulados volvieron a las andadas en la fría noche del 5 de mayo de 1914. Agazapados, esperaron a Livingston en la esquina de Manuela Pedraza y Amenábar. Cuando se le fueron encima, la presunta víctima los enfrentó con valentía y los hizo huir a bastonazos.

Juan Bautista Lauro. El cuchillero jefe.

Esta circunstancia lo llevó por enésima vez a la Comisaría 39ª. Allí trabajaba el subcomisario Samuel Ruffet, que había debido intervenir en varias ocasiones en las desavenencias conyugales que había tenido anteriormente la pareja. Esta vez, el subcomisario tuvo un cambio de palabras con Livingston, que se quejaba por la falta de garantías para su vida. Incluso, este le aseguró a su esposa –de la que no sospechaba que fuera el cerebro de los ataques– que iba a “hacerlo saltar a Ruffet”.

La mudanza que no alcanzó                  

Ante la seguidilla de situaciones de peligro que le había tocado vivir, Livingston, que era un hombre relacionado socialmente, pensó en algunas acciones drásticas, pero su esposa lo convenció de que el barrio era inseguro y que sería mejor mudarse hacia el centro de la ciudad.

En esos días, además, Livingston vendió su propiedad de la calle Obligado, que le rindió 18 mil pesos. Esta fue la razón por la que Lauro y Vitarelli apuraron a la esposa traicionera para cometer rápidamente el crimen, “antes de que se le termine la plata”.

Consumada la mudanza al departamento de la calle Gallo, el reloj comenzó su cuenta final. El traslado se concretó el 27 de junio y el crimen fue cometido menos de un mes después, el 20 de julio.

La muerte llega sin avisar

Aunque transcurría la temporada invernal, el termómetro marcaba 14 grados esa noche en la que Livingston se encontró con sus matadores nuevamente.

A las 21, la servicial Catalina les abrió la puerta a los asesinos, que en principio iban a ser tres, pero misteriosamente quedaron reducidos a dos cuando Próstamo se fue, media hora antes de que llegara la víctima.

Después de su llegada, la esposa de Livingston se fue a dormir, al igual que la fámula, tratando de construir una escena de normalidad familiar que arrojara lejos de ellas la culpa del crimen.

Al abrir la puerta de su casa, el hombre fue atacado por Lauro y Salvatto, que portaban cuchillos para filetear pescado. Livingston se defendió con su bastón de caña de Malaca, pero nada pudo hacer frente a la ferocidad del ataque. Su cuerpo exánime quedó allí mismo, a unos pocos metros de la entrada.

Allí hizo su aparición la inminente viuda, que observó fríamente los últimos estertores por los que se escapaba la vida de su marido. Entonces tomó la palabra y les ordenó a los asesinos que le quitaran la billetera y el pañuelo de hilo, con el que limpiaron la sangre de sus cuchillos, que dejarían abandonados en el lugar del crimen.

Luego, la doliente volvió a su habitación, no sin antes cometer un error que llamó poderosamente la atención a los detectives. Pisó inadvertidamente un charco de sangre y dejó un “rastro del botín ensangrentado”, que iba desde el cadáver hasta un segundo vestíbulo, cerca de las habitaciones que ocupaban los niños y la propia señora de Livingston.

Diez minutos después de su muerte, los asesinos, tras prender un fósforo para observar mejor el resultado de su infame labor, se retiraron caminando despaciosamente hacia Santa Fe, por lo que el agente de policía Tapia, que estaba de consigna en Güemes y Gallo, no los vio salir. Catalina les había abierto la puerta.

La actuación posterior de la viuda fue consagratoria, aunque eso no le evitó ser descubierta. Gritó, se desmayó, realizó una composición de lugar y despertó, en medio de toda esa parafernalia, al portero. Este forzó la ventana que daba a Gallo y entró, seguido por el agente Tapia.

Al iluminar el vestíbulo encontraron el cadáver de Livingston en la puerta del comedor, ensangrentado. Aún en su deceso, se alcanzaba a ver el defecto que tenía el muerto, que era una curvatura en el cuello que le impedía mirar de frente a sus interlocutores.

Frank Carlos Livingston, cuando lucía imponentes bigotes.

La viuda, entretanto, relataba que había escuchado gritos y ruidos de pelea, una versión que fue corroborada por otros vecinos.

Hasta aquí llegaron los hechos, que luego la policía comenzó a investigar. Lo primero que llamó la atención fue el rastro de sangre que había dejado Carmen Guillot al pisar un charco hemático, cuando se suponía que estaba encerrada en la parte posterior de la casa.

Luego, la policía puso el ojo sobre las desavenencias entre los esposos. En este punto, el subcomisario Ruffet fue comisionado para que colaborara con la investigación que llevaba adelante el personal de la Comisaría 19ª. Enseguida, este relató los atentados anteriores que había sufrido Livingston. Luego se puso la atención sobre la amistad de Catalina y Vitarelli, tras definir que los cuchillos encontrados en la escena del crimen contenían restos de pescado.

Al sexto día, la fámula se quebró. “Livingston ha sido hecho asesinar por su propia esposa”, dijo con aterradora sencillez. Citada a declarar, la viuda primero fingió ser víctima de información calumniosa, pero luego se plantó y confesó: “Sí. Yo lo hice matar y no estoy arrepentida de ello”. Luego relató todos los pormenores, sin saltearse ninguno.

Carmen Guillot y Salvador Vitarelli fueron condenados a prisión perpetua, en tanto que Catalina y Próstamo debieron purgar 15 años. La peor parte se la llevaron Lauro y Salvatto, a los que el juez Juan R. Serú condenó a muerte.

Fueron fusilados en la madrugada del 22 de julio de 1916 en el patio de la Penitenciaría Nacional de la avenida Las Heras. Nadie reclamó sus cuerpos, pero Lauro dejó como recuerdo una estampita de San Genaro pegada en la pared de su celda. Salvatto solo dejó el resto de un cigarro –fumarlo frente a sus ejecutores fue su última voluntad–, que aún humeaba cuando las balas del pelotón de fusilamiento acabaron con su vida.

Francisco Salvatto, el otro cuchillero.

Un nimio acontecimiento acentuó la patética soledad de los condenados. Lauro pidió que suspendieran por unos minutos su muerte, a la espera de que una de sus hermanas se hiciera presente para presenciarla, pero esta nunca llegó. Finalmente, el reo se negó a que le vendaran los ojos, al contrario de Salvatto, que, tembloroso y sin ánimo para discutir, encontró la muerte con los ojos cubiertos. Un sargento del pelotón se adelantó y con su fusil les dio el tiro de gracia a ambos reos. Hasta ahora, ellos fueron los últimos condenados a muerte por delitos comunes en la historia argentina, 101 años atrás.

Muchos años después, Luis Diéguez, periodista de Crítica, entrevistó a la responsable de esta historia, Carmen Guillot. “De la antigua belleza, ella conserva la fascinación de los ojos grandes y negros. La hermosura de ayer se muestra marchita, acentuada por la encanecida cabellera. Ante el periodista, la condenada elevó una súplica: ‘¡No me arrepentiré jamás! Él tuvo la culpa. Ahora ya no soy una mujer peligrosa, bien merezco ver a mis hijos’”, escribió en su crónica.

Esta última petición de la viuda, como toda su vida, tampoco tuvo un final feliz. Sus hijos nunca quisieron saber de ella.

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