¿Superar una crisis generando otra?

¿Superar una crisis generando otra?

Una vez más, el costo de evitar la crisis se parece demasiado a una crisis.                    


En la vorágine que vive la Argentina, parece que hubieran pasado meses, pero no hace seis semanas que Marcos Peña anunció la convocatoria a un gran acuerdo nacional que le diera voz a los sectores políticos, sociales, sindicales y empresariales a la hora de trazar una hoja de ruta para el año y medio de gobierno que le queda a Cambiemos, antes de las elecciones del año que viene.

Cuarenta días más tarde, esa mesa de diálogo sigue siendo solamente una declaración de intenciones que el Gobierno dice querer reflotar en un contexto cada vez más adverso. Sin embargo, las señales que se emiten desde la Casa Rosada apuntan en otro sentido. Cuando el mismo jefe de Gabinete asegura que el paro general del lunes pasado cerró las puertas al diálogo con la CGT, la reforma laboral llegó al Congreso sin haber sido consensuada con la oposición y el acuerdo rubricado con el FMI encorseta la política económica por varios años, cabe preguntarse cuál sería la materia del acuerdo que propone el Poder Ejecutivo y con quién espera negociar.

El objetivo de esta mesa de diálogo, desde un primer momento, fue conseguir apoyo para aprobar el presupuesto 2019, que llegará al parlamento en septiembre, y cuya aprobación (y posterior implementación) es la llave que destrabará el resto de los fondos prometidos por el FMI para el resto del mandato de Mauricio Macri. El eje de ese organigrama, en el que trabaja Nicolás Dujovne con facultades cuasiplenipotenciarias, es una bruta reducción del déficit fiscal a partir del más grande recorte del gasto público que se haya visto en este país después de la crisis de principios de siglo.

Socios para el ajuste se buscan, complicada tarea cuando en momentos de bonanza el Gobierno lejos estuvo de repartir las vacas gordas.

Con la mayor parte de la CGT enajenada en sus cuitas internas, el kirchnerismo excluido de cualquier toma y daca por voluntad de ambas partes y las pymes en pie de guerra, los interlocutores disponibles serían los mismos que siempre tuvieron una invitación al despacho presidencial a mano: gobernadores y referentes del peronismo dialoguista, un puñado de sindicatos sin ánimo bélico, el campo y el gran empresariado que gobiernan interpósito gabinete desde diciembre de 2015. Una geografía que coincide, grosso modo, con el viejo y conocido “círculo rojo”.

Así, no habría muchas diferencias entre el gran acuerdo nacional y la impertérrita mesa chica. Y eso si y solo si consiguen asistencia perfecta, algo que está en duda. La invitación a repartir pérdidas no resulta tentadora, y el Gobierno cada vez tiene menos cosas que ofrecer a cambio.

Esta semana se reencauzaron las conversaciones entre emisarios del Ejecutivo y los referentes opositores Sergio Massa y Miguel Ángel Pichetto. Aunque la línea de diálogo nunca llegó a cerrarse, lo cierto es que la relación no pasa por su mejor momento. El exintendente de Tigre fue destratado por Mauricio Macri desde que sus legisladores dejaron de levantar la mano en el Congreso y le cuesta perdonar el apodo de “Ventajita”, que se popularizó en la Rosada y saltó a los medios de comunicación.

El senador por Río Negro, por su parte, se considera traicionado por Macri, que operó para romper su bloque en el debate por la Ley de Emergencia Tarifaria. Los dos, además, ya proyectan, en silencio, sus propias candidaturas presidenciales para el año que viene.

Dialoguistas por naturaleza, el primer sí, sentarse a la mesa, van a darlo. A partir de ahí será cuesta arriba para el Gobierno si quiere obtener más compromisos. Además, el ascendente de ambos sobre sus propias bancadas no es el que era. En el caso de Pichetto, tiene varias amenazas. La presencia de Cristina Fernández de Kirchner ya le costó resignar la primera minoría; otro grupo de senadores, encabezados por el santafesino Omar Perotti, está buscando el momento de pegar el salto y salirse del bloque, y Rodolfo Urtubey, hermano del gobernador de Salta y también precandidato presidencial Juan Manuel Urtubey, ya juega, desde hace algunos meses, a ese juego. En ese escenario, el rionegrino no garantiza los votos para aprobar un presupuesto que no tenga el visto bueno de los gobernadores.

Para Massa, la situación, si se quiere, es aún más complicada. Sin una banca para sí, tiene por delante el desafío de consolidar su propia fuerza para sacar adelante sus aspiraciones presidenciales. Tarea nada sencilla cuando dos de las figuras más populares que lo acompañaron desde el cisma de 2013, Roberto Lavagna y Felipe Solá, también asoman como posibles candidatos para las elecciones del año que viene, en colisión directa con sus propios intereses. Para peor, cada medida económica impopular del Gobierno angosta la avenida del medio que el tigrense intenta ocupar. Haciendo equilibrio entre colaborar con el Gobierno o quedar pegado al kirchnerismo, su capacidad de maniobra resulta limitada.

En estas condiciones, el gran acuerdo que propone Peña se parece más al poroteo desesperado de un gobierno en minoría, que se endeudó adquiriendo compromisos que no está en condiciones de cumplir, que a las bases sobre las que construir políticas de Estado. Así las cosas, el Ejecutivo deberá ceder en el poco margen que tiene para alivianar el costo del ajuste a las provincias, la única luz al final del túnel de esta compleja empresa política.

Para conseguir tal cosa, deberá cargar sobre sus espaldas el grueso del recorte. Eso significará una reestructuración importante del número de ministerios, el vaciamiento de organismos descentralizados y empresas que dependen del Estado (cosa que comenzó a verse esta semana en Télam y tendrá continuidad en el Sistema Nacional de Medios Públicos) y más despidos en otras áreas. Una vez más, el costo de evitar la crisis se parece demasiado a una crisis.                    

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