Soberanía alimentaria: la utopía imprescindible

Soberanía alimentaria: la utopía imprescindible

Noticias Urbanas entrevistó al ingeniero agrónomo Carlos Carballo quien muestra que existe otra manera de alimentarse.

Carlos Carballo

En un mundo lleno de agrotóxicos, hay quienes plantean que otra vida, otra forma de producir y otra manera de alimentarse son posibles. Pero no es solo la alimentación, desconectada de otras variables. La soberanía implica un proceso político que abarca a la justicia social y a la libertad política.

Carlos Carballo es ingeniero agrónomo y dedicó gran parte de su vida a estudiar (y enseñar) los procesos alimentarios desde el cultivo hasta que el alimento fresco o procesado llega a la mesa de los argentinos. Desde la Cátedra Libre de Soberanía Alimentaria, que dicta en la Facultad de Agronomía de la Universidad de Buenos Aires, promueve la producción de alimentos “sanos, sin agrotóxicos”, en esta época en la que priman los productos fumigados a glifosato, que colonizaron el gigantesco negocio de la soja, pero también a otros cultivos.

El glifosato (o N-fosfonometilglicina), cuya fórmula es C3H8NO5P, es el principal herbicida que se vende en la Argentina y se utiliza incluso en los cultivos de algodón, que también utilizan semillas del laboratorio Monsanto. En 2017 se vendieron 3,8 millones de toneladas de agrotóxicos, que tienen un fuerte impacto sobre la salud de los argentinos, pero en especial, son una de las facetas más nocivas del negocio agroalimentario estrella de nuestro país.

En esta problemática es difícil enfrentar a la cultura dominante, que cubre casi todos los campos en los que se desarrollan los profesionales que formarán parte del negocio de los agroquímicos. Allí es donde Carballo desarrolla un trabajo que es casi como predicar en el desierto.

El científico recibió a Noticias Urbanas en su casa del barrio de Almagro para exponer las ventajas –indudables desde el punto de vista racional y cuestionadas solamente por millonarios empresarios– de una agricultura opuesta, que utiliza métodos naturales, a la que Carballo evalúa como imprescindible para lograr la soberanía alimentaria.

–¿Qué es la soberanía alimentaria?

–La soberanía alimentaria es el derecho de los pueblos a decidir sobre sus políticas de producción, circulación y consumo de alimentos, respondiendo a sus necesidades nutritivas y culturales. Con algunos amigos que estuvieron en las movilizaciones a favor de la interrupción voluntaria del embarazo coincidimos en que, al igual que lo que ocurrió con esa gran movida, el rol de la mujer en el caso de la defensa de la soberanía alimentaria es fundamental. ¿Quién decide el rol de la alimentación, históricamente? ¿Quién incide directamente sobre la salud, al menos mientras los hijos son menores? Esos roles, tradicionalmente, han sido responsabilidad de las mujeres. Es más, si ellas no toman decididamente la bandera en este tema, estamos perdidos.

–En su libro Soberanía alimentaria y desarrollo (Monada Nómada Editores 2018), usted habla de las cuatro crisis simultáneas del capitalismo, que son la energética, la económico-financiera y la climática, además de la crisis alimentaria, que sería la cuarta.

–Los pensadores que están desarrollando esta temática sostienen que en la historia del capitalismo se han sucedido distintas crisis. Las que tenemos más presentes pueden ser la económico-financiera de 1929, el Crac de Wall Street, en tanto que otros recuerdan la crisis energética de 1973. Ellos sostienen que lo que nunca había sucedido es que se produjeran simultáneamente cuatro crisis de esta magnitud, con esta intensidad. Esto lo escribió inicialmente Jorge Beinstein y luego lo tomó Leonardo Boff. Más tarde, una cantidad de pensadores han trabajado este tema. Lo que sí, estas crisis tienen un agravante, que es que están enmarcadas por la crisis climática global, que es absoluta y creciente, cuyo impacto y consecuencias no estamos dimensionando adecuadamente. Es de tan enorme magnitud que está cambiando profundamente la vida en el planeta. Paralelamente, si pensamos en la Ciudad de Buenos Aires, que está al nivel del mar, si este proceso continúa, una buena parte de la Ciudad podría desaparecer.

–¿Bajo las aguas?

–Bajo las aguas. Por poco que se eleve el nivel del mar por el calentamiento global, usted puede ver hoy los daños que provoca una simple sudestada, por lo que vamos a tener problemas muy serios, muy rápido. Los científicos pensaban que este problema se iba a producir hacia 2050, pero en los últimos años retrajeron el plazo a 2030. Se han acelerado los tiempos, porque los Estados Unidos de Norteamérica se negaron a aceptar los acuerdos de Tokio, en tanto que China –a ellos no les importa nada– tampoco lo hizo. Son dos actores fundamentales en cuanto a responsabilidad por lo que viene ocurriendo con el efecto invernadero y fundamentales también para mitigar la incidencia del proceso de calentamiento que ya está en marcha. Entre estas dos potencias se reparte casi el 50 por ciento de la responsabilidad de este problema.

–¿Estas crisis ponen en cuestión a toda la civilización en el seno de la cual vivimos?

–Hablamos de una crisis civilizatoria profunda, que cuestiona severamente la permanencia, la continuidad de la vida humana en el planeta, porque hay muchas otras formas de vida en el planeta Tierra. Con respecto a ello, Stephen Hawking, preocupado por el altísimo riesgo de que desapareciera la vida humana en la Tierra como consecuencia del cambio global, dedicó los dos últimos años de su vida a alertar en sus conferencias acerca del peligro de la inteligencia artificial que estamos creando. Él pensaba que algún día las máquinas podrían llegar a destruir a los seres humanos.

–Hay una gran contradicción en este tema de la crisis alimentaria y es que, al mismo tiempo que se producen cada vez más alimentos, crece el hambre, que ya es bastante.

–La principal observación, en el caso de la Argentina, es que si nosotros nos alimentáramos adecuadamente, de acuerdo con los patrones que aconseja la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) en cuanto al consumo de frutas y hortalizas, no tendríamos suficiente producción de estas para atender a esa demanda. Para lograrlo, deberíamos casi triplicar la producción actual destinada al mercado interno. Esto implicaría un cambio cultural de tal magnitud que nadie cree posible que se pueda lograr en una sola generación. Si se compara la evolución demográfica de la Argentina y la de la producción de frutas y hortalizas, existe una brecha que se agrandó cada vez más con los años. Esta tendencia se aceleró mucho desde la década del 80, cuando avanzó tanto la agricultura permanente con el estandarte de la soja.

–Usted asegura que en esa época, en los 80 y los 90, cambia el panorama económico.

–Este cambio de hábitos se dio también en el resto de América latina y hasta en países del Primer Mundo. Hay quienes aseguran que este cambio de hábitos se produjo a causa de la incorporación masiva de la mujer en el mundo del trabajo. La mujer deja de tener tiempo para cocinar, lo que provoca una transformación muy profunda, que está alentada por las empresas. En la generación de nuestros padres había una mujer en la casa que dedicaba tres o cuatro horas todos los días a la cocina, que hacía las compras y los guisos. Era un trabajo de elaboración muy cuidadoso y artesanal dentro de la casa. Cuando esa mujer salió a trabajar ocho o nueve horas por día y luego comenzó a dedicarse al cuidado de los hijos, dejó de tener tiempo para sostener esa cultura. Ese cambio en el mercado del trabajo ha sido fundamental en esta transformación de los hábitos alimentarios, porque desde entonces los integrantes de las familias ya casi no comen todos juntos.

–¿Así es cómo se introduce en nuestras vidas la comida chatarra?

–Algunas antropólogas argentinas hablan de un cambio en la “comensalidad”, asociado con ese cambio cultural que se produjo. Así es que nos preguntamos, teniendo en cuenta que esta circunstancia no cambiará, cómo haremos para alimentarnos mejor. Los indicadores que estamos teniendo muestran que los habitantes de Buenos Aires que se encuentran por debajo del nivel de pobreza, es decir, que ganan menos de 15 mil pesos, llegan al 30 por ciento, algo por debajo de las mediciones que abarcan todo el país, que alcanzaron una cifra que se ubica entre el 35 y el 40 por ciento. Por eso, existen dos grupos: uno, que tiene ingresos adecuados y que elige cómo alimentarse, y el otro, que no tiene ingresos suficientes para hacerlo. Como se ve, constituyen dos mundos diferentes, indudablemente.

–En esa época, la mayoría de las empresas alimentarias de capital argentino fueron adquiridas por multinacionales.

–Claro, allí el paradigma es Arcor, que es una gran empresa, sumamente diversificada de producción de alimentos, que tiene presencia internacional. Exportan a la región y a muchos otros países del mundo. Pero su caso no es habitual. Los médicos y nutricionistas vienen detectando que en nuestra alimentación tienen cada vez menos impacto los alimentos frescos y cada vez más los alimentos procesados. Esto no es privativo de Buenos Aires ni de la Argentina. Esto significa que consumimos comidas que contienen conservantes, colorantes, humectantes y emulsionantes –entre otros productos–, que no son alimentos. Allí hay discusiones interesantes, entre las que existen quienes plantean que se debe poner el acento sobre el etiquetado. La información que aparece en el etiquetado uno la tiene. Usted agarra un paquete de galletitas o de fideos y está, si su vista es muy buena, toda la información. Pero, ¿qué le dice a usted que el producto tenga tal colorante o tal endulzante? Eso a usted no le dice nada, entonces el reclamo, que se está frenando de todas las forma posibles, es avanzar en el mismo sentido que se lo hizo en Chile y en México, que agregaron la información de los posibles peligros de determinados alimentos sobre las patologías que uno pueda sufrir. Hay alimentos que son muy buenos para una cosa, pero malos para otras. En México, la etiqueta tiene un semáforo y por medio del rojo, el verde y el amarillo les avisan a los consumidores de los peligros y contraindicaciones que poseen los alimentos. En otros casos, como ocurre en Chile –que mucha gente plantea que es el mejor sistema, el más claro didácticamente–, se utiliza una figura romboidal que le comunica al consumidor las características del producto. En Chile, esto se aprobó hace un año y no fue fácil. De todos modos, los educadores aseguran que el sistema trajo un cambio de hábitos notorio a partir de su implementación. Además, el Estado llevó a cabo una campaña de educación alimentaria muy fuerte a través de los medios de comunicación, que le advierte al consumidor que cuando compra alimentos debe mirar la etiqueta para saber qué es lo que contiene y cuál es el efecto que tiene. En nuestro país existen proyectos de ley dando vueltas, pero ninguno ha llegado a ser tratado jamás. Están cajoneados. Los que trabajan seriamente en el tema consideran que este debería ser el comienzo de una actitud responsable del Estado para proteger la salud de la población. Una ley de etiquetado que sea didáctica y clara debe ser acompañada por una campaña planificada, sistemática y continua de educación alimentaria. Sin el Estado, esto no sería posible.

–Existe una íntima asociación entre el cuidado del medio ambiente y la alimentación. ¿Cómo se relacionan?

–Nosotros, vemos la alimentación como un sistema cuyos eslabones están profundamente interrelacionados. En la Argentina existe un sistema de producción de alimentos basado en dosis elevadísimas de agrotóxicos, pero además está basada en sistemas que son muy frágiles y de alto riesgo. Existen datos viejos, del Censo Nacional Agropecuario de 2002. Este año se va a hacer un nuevo censo, que esperamos que arroje datos confiables. Antes se hizo un censo en 2008, tras el conflicto del campo, que fue un desastre por el conflicto que existía. Aquel censo de 2002 arrojó que existían 13 tipos de productores, desde el más pequeño hasta las grandes corporaciones. Ese mundo mostraba una gran diversidad y permitió que se sepa que existen modelos agrarios que escaparon a la lógica mayoritaria que promovieron todos los gobiernos sin excepción en los últimos 50 años. Conocemos modelos de producción totalmente diferentes a los mayoritarios que demuestran que son posibles, que técnicamente sabemos cómo hacerlo.

–¿Por ejemplo?

–En la provincia de Buenos aires hay un caso bastante conocido en el sur, en el que existe un asesor técnico que está difundiendo un trabajo de 18 años en el que da cuenta de una producción realizada sin agroquímicos, en la que los números de producción, costos e ingresos demuestran que la rentabilidad, comparada con la de sus vecinos, que trabajan con el paquete tecnológico tradicional, es mayor. Algunos de sus vecinos se han fundido, mientras que ellos muestran un campo más fértil, en mejor estado, con mejor producción, con menos riesgo, más diversificado y con mejores ingresos. Ellos solo cambiaron el modelo productivo, no cambiaron el modelo comercial. Producen las mismas cosas y comercializan por el mismo circuito que los demás. A partir de esa experiencia se creó una red de municipios agroecológicos, básicamente en la provincia de Buenos Aires, a la que se están sumando de otras partes. Son, al menos, 100 municipios que han creado áreas de protección alrededor de las ciudades, en las que está prohibido el uso de agroquímicos. Eso implica que hay gente que trabaja con otros métodos, que no son económicamente inviables. Existen casos como el de Remo Vénica e Irmina Kleiner que han subsistido, a veces consiguiendo financiamiento externo. Si no hubiera sido así, podrían haber quedado en el camino, como mucha gente que lo intentó. Es difícil permanecer produciendo sano en una sociedad capitalista en la que cada vez hay más concentración de la riqueza y del poder.

–Remo e Irmina poseen una granja en el norte de Santa Fe, que se llama Naturaleza Viva, ubicada en Guadalupe Norte.

–Sí, tienen cerca de 200 hectáreas, en la que armaron la unidad de producción agroecológica y natural más diversificada del país. Ellos siguen vivos, demostrando que esto es posible, como resultado de un proceso social también. Ellos tienen un tambo –el corazón de su establecimiento–, cuya leche se transforma básicamente en quesos, yogur, dulce de leche, y todo eso lo comercializan en mercados alternativos. Generaron su propia red de comercialización. Además, producen dulces y jaleas de todo tipo, tienen más de 60 tipos de fruta de todas las variedades, tienen una huerta fantástica, hacen 16 variedades distintas de arroz orgánico, soja orgánica, girasol, maíz y trigo orgánicos. No usan ningún tipo de producto químico de síntesis, sino los químicos que se admiten en la legislación argentina sobre producción ecológica u orgánica.

–No utilizan el agente naranja.

–No, no. De todos modos, las grandes empresas no tienen como objetivo contaminar, sino vender sus productos y ganar dinero. Por ejemplo, Bayer tiene una línea de productos para producción orgánica, que utilizan muchos productores ecologistas. Cuando es negocio, las empresas llegan al mercado, indudablemente.

Carballo promueve la Feria del Productor al Consumidor, que se realiza el segundo sábado y domingo de cada mes, en la sede de la Facultad de Agronomía de la Universidad de Buenos Aires, ubicada sobre la avenida San Martín, en el barrio de La Paternal. Allí, se hacen presentes cientos de cooperativas y empresas alimentarias que producen sin agrotóxicos.

A su alrededor, mientras tanto, prolifera el glifosato, que ha contaminado a muchos porteños sin que estos se enteren.

 

 

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