El poder puede ser parte de la solución o del problema

El poder puede ser parte de la solución o del problema

Opinión


Desde hace unos días, el protocolo de seguridad introdujo un debate en la dirigencia política argentina que resulta solo una simplificación de un problema mucho más amplio, que es el de la seguridad de un país. Este, a su vez, queda enmarcado dentro de una problemática mucho mayor: qué modelo de país queremos y cuánta capacidad y voluntad política tenemos para construirlo.

Dos casos puntuales del pasado reciente nos harán de puente entre los conceptos a internalizar acerca de por dónde debe Argentina buscar la salida a los problemas y los costos que deberá pagar por ellos, que constituirán la mejor inversión al futuro de la Nación.

El primer caso: los problemas de seguridad en el partido entre River y Boca, suspendido en el estadio Monumental.

La disfunción de los organismos del Estado involucrados fue absoluta, ya sea por complicidad o por negligencia, hubo de las dos cosas. El rol inexistente de una AFA (inexistente), los presidentes de los clubes de mayor convocatoria, que hacen un permanente equilibrio entre la legalidad y la ventaja deportiva y económica, mientras la sospecha de sus actos es insoportable hasta para sus propios hinchas, maltratados de una manera insólita ante la ¿pasividad? de las autoridades internacionales y vernáculas.

Los allanamientos previos fueron por lo menos raros para la tranquilidad necesaria de un partido que era una vidriera clave -de dimensión mundial-, y encima de cara al G20.

Angelici (Mundial de Clubes o muerte) y D’Onofrio (dormido primero, y jugando a lo mismo, después) rifaron su ya escaso prestigio y su alocada ambición (fogoneada por cuatro vivos como siempre) de ingresar en la política grande.

El mal sistémico liquidó el superclásico, como el papelón en All Boys y todos los incidentes ocurridos desde hace ya muchos años. Los muertos, las víctimas de todos los delitos y las injusticias generadas por los nuevos dueños de las decisiones del fútbol ya no resisten más comentarios ni diagnósticos. Todo el mundo sabe cómo es y nadie hace nada. Solo algunos/as con convicciones más sólidas hacen lo que pueden (que es bastante poco) en el mapa general de esta gigante frustración ilegal que cooptó nuestro deporte favorito. El poder aquí es parte del problema.

Los barras, la facción visible y el eslabón más violento de esta trama de terror y enriquecimiento delictivo, son solo el chancho al que le dan de comer desde el poder personas que luego no pueden controlar al monstruo que crearon, y que, a veces, hasta lo superan en contactos políticos, dinero o capacidad de fuego.

Funcionarios, policías y dirigentes de clubes son parte indispensable de estas asociaciones ilícitas que han sido denunciadas hasta el cansancio. Y todos ellos se ríen de la Justicia, que obviamente da risa (y algo de tristeza también). Ahora puede meter preso al todopoderoso Paolo Rocca pero no a la dirigencia y a la barra de All Boys.

País raro, la Argentina.

El segundo caso es el G20. Días después del superclásico frustrado, se probó que cuando el Estado planifica, estudia, tiene claro el objetivo, descarta los factores que pueden hacer fracasar la operación, se controla en todo los niveles y nadie tiene juego propio en ninguna instancia, el resultado casi siempre es bueno. El poder se alinea para el éxito de la política.

Sí, se puede. Parece una joda de Durán Barba, pero es verdad. En el G20 pudieron hacerlo. En un lugar (parte de CABA y también del Conurbano), en un tiempo determinado (dos días, más allá de la preparación de un año) donde se cometieron errores mínimos en cuestiones no estratégicas, todas secundarias.

Hubo voluntad política, y a partir de ahí se construyó todo lo demás. Salió bien el evento internacional, pero también domaron en paralelo el frente interno, logrando –quién sabe cómo, pero lo hicieron– que algunos revoltosos habituales no fueran al acto como los ultra-K, que los infiltrados propios no incurrieran en las provocaciones que tan claramente se demostró que son provocadas por ellos, que el diálogo –sin ser de señoritas– pudo más que la tragedia y, por sobre todas las cosas, que cuando las cosas se piensan, se preparan y se ejecutan a conciencia, generalmente salen bien.

La pregunta del millón al presidente Mauricio Macri: si demostró que es capaz de realizar acciones complejas con éxito, ¿por qué quedó abonado a viejas recetas fracasadas y prácticas –sin práctica– que llevaron a esta catarata de fracasos que marcaron su gestión de estos tres años y culminaron en esta frágil, incómoda y comprometida condición socio-económica, de cara al futuro?

Vaya para el Presidente y sus colaboradores cercanos algunas recetas que se usaron en esta ocasión y otras que deberían adoptar.

Un gobierno debe tener agallas para transformar la realidad y no llegar solo para administrar la crisis y maquillarla o relatarla. La calidad de vida es una prioridad para los cuarenta millones, y es su rol indelegable pelear por ello. Un gobierno no debe pagar costos por lo que no vale la pena, eso es señal de torpeza e ignorancia, tanto en el plano nacional como en el internacional. La tecnología no reemplaza las ideas, solo las potencia en el mejor de los casos. No deja de ser, quizás la mejor herramienta.

Cuando la transformación requiere de dinero, esfuerzo, despojo o compromiso de todos, eso hay que saber comunicarlo, y el Gobierno debe ser el primero en hacer ese esfuerzo. No debe temblarle la mano para tomar medidas que sean muy duras, esas poco amables pero que cimentan la arquitectura de un futuro mejor. Pero hay que explicar adónde vamos y cómo. Seguro que lo mejor no es tomar deuda para nada y, cuando la plata se acaba, llegar al FMI para que la plata se acabe de nuevo.

Un país serio necesita saber qué quiere y cómo. Para gobernar bien hay que estudiar y conocer de memoria el país, la región y el mundo, sus particularidades tanto económicas como culturales y hasta religiosas, para tomar decisiones acertadas en todos los ámbitos. No se puede improvisar siempre, o no tener un modelo de país. Y no lo tenemos porque nadie estudió ni en este Gobierno ni tampoco antes qué sería lo mejor para el país en los próximos treinta años, partiendo de cómo estamos, o sea, muy mal. Y planificar un desarrollo en el tiempo, poner todo el esfuerzo en ello, ya que no hay salidas mágicas ni gratis.

El mundo está listo para cualquier cambio, es multilateral hoy en día. Pero en el club de las decisiones la seriedad y la previsibilidad es un punto crucial. Podemos elegir con quien interactuar en base a nuestras necesidades, hay varios países esperándonos con inversiones imprescindibles para nosotros que no sabemos atraer. Porque si no hay plan tampoco habrá socios. Todo el mundo quiere saber qué le espera y Argentina no da garantías, es un incumplidor serial de compromisos.  

Abusar siempre de la chiquita, zafar el momento (y la elección que sigue), ya lo probamos. Nadie se queda para siempre en este modelo de democracia occidental que tenemos. Quizás otros lugares del mundo sean distintos, los tiempos y necesidades otros y así sean más eficaces, pero nosotros requerimos de acuerdos con el que viene y con el que vendrá detrás de él.

Los consensos estratégicos a mediano plazo se proponen desde el poder y no desde la oposición. Siempre hay que recordar que, por más globalizado que esté todo el planeta, país hay uno solo y dirigentes  muchos. Pongan huevo, señores.

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