Saltar la grieta, ¿misión imposible?

Saltar la grieta, ¿misión imposible?

En latín, el término se asociaba al estallido. En Argentina, significa eso mismo. No construir con los distintos, sino destruirlos. Dialogar no basta si no hay respeto.

Una grieta no se puede saltar. Es necesario repararla.

Entre las acepciones de la palabra grieta, en el muy erudito Diccionario de la Real Academia Española, figura como antecedente el término del latín vulgar “crepta”, que era, a su vez, la síncopa de crepita, cuyo participio pasado era crepare, es decir, crepitar o estallar. Por eso, hoy el verbo crepare, en italiano, significa morir.

En el presente, el mismo diccionario toma como otra acepción de la palabra, la “dificultad o descuerdo que amenaza la solidez o unidad del algo”.

Pero la política es diferente. Allí reina el eufemismo, el rodeo para definir la realidad, el elusivo juego de las palabras que definen pero a la vez permiten la fuga del sentido hacia múltiples interpretaciones. Todo sea por eludir el ejercicio de la maledicencia mediática, que lo mismo aterrorizan a los gobiernos populares con su “periodismo de guerra” que a los gobiernos conservadores con su defensa de las corporaciones insatisfechas con la distribución de los negocios.

Los anticuerpos

Es sabido que cada enfermedad genera sus propios anticuerpos, algo que los argentinos aprendimos con sangre, a fuerza de golpes de pandemia.

El problema surge cuando hablamos de política. Allí, los “anti” se chocan de frente con la democracia, porque el anticuerpo mata a la bacteria o al virus. Y no se puede ser anti y permitir que el otro sobreviva. Menos aún se permite el respeto por el otro cuando se lo adopta como enemigo y no como adversario.

¿Adónde nació, entonces, la grieta argentina? ¿Fue el antiperonismo el origen de la grieta?

Según el antropólogo Alejandro Grimson, “el antiperonismo es, si se quiere, anterior al peronismo, ya que recoge una matriz del siglo XIX que es la matriz sarmientina, civilización o barbarie, que es claramente racista y que implica que somos Europa y todo lo que no es Europa es el resto, y el peronismo es el resto”.

En los días que corren se han hecho notar con cierta claridad –no demasiada- las diferencias que existen entre quienes sustentan una posición favorable o contraria a la existencia de la grieta política de la que suelen lamentarse algunos intelectuales y comunicadores.

La diferencia más clara la marcan quienes deben asumir responsabilidades gubernamentales, que hacen del ejercicio de la moderación en esta ocasión. Sus antagonistas son, no casualmente, “los sin tierra”, esa especie que agrupa a los desterrados, que pugnan por sostenerse entre el dolor de ya no ser y un presente sin vehículos –terrestres o aéreos- oficiales, sin saludos protocolares y careciente de los fastos que conlleva el ejercicio del poder.

Los primeros deben negociar en serio con otros que también ejecutan presupuestos, firman la asignación de partidas y piensan la política desde el lugar en el que se pagan los precios de sus propios errores y se toman los beneficios de sus aciertos. Éste es el lugar en el que se encuentra más lejano el marketing y la apariencia. No existe ni la teoría del metro cuadrado, ni la noción de cercanía, ni el llamar a sus colegas prescindiendo de los apellidos. Allí reina la más descarnada lógica del poder: una firma demorada se puede traducir en un conflicto en el territorio más lejano, que a su vez se atrasará en el pago de salarios y podrá así afectar seriamente las chances futuras de los mandatarios rebeldes. A no ser que éstos administren sus propios presupuestos con eficiencia y posean recursos propios.

En los últimos tiempos, en el ámbito parlamentario se pudieron ver algunos movimientos significativos de reuniones conjuntas, que hasta ahora no pasaron del evento gastronómico y que, para peor, se vieron interrumpidos por las restricciones surgidas para combatir la pandemia.

El titular de la cámara baja, Sergio Massa, fue el anfitrión de algún encuentro que convocó a dirigentes del oficialismo y la oposición, en el que si bien estuvo presente la política, no se avanzó sobre posibles acuerdos futuros, sino más bien sobre el hecho de reconstruir los lazos destruidos por el ejercicio de profundización de la grieta que propugnaron los nostálgicos del neoliberalismo.

Allí se habló de alejarse de la práctica de la denuncia constante, que les da poderes de arbitraje a los magistrados judiciales y limita la capacidad de concebir acuerdos políticos. La palabra respeto fue escuchada en algún momento, sin que aflorase ningún desacuerdo. También hubo alusiones a que el diálogo significa escuchar al que se sienta del otro lado de la mesa y tomarlo en cuenta. Locuras, en estos tiempos.

Pasaron por el quincho del tigrense Horacio Rodríguez Larreta, los gobernadores Rodolfo Suárez y Gustavo Valdés, María Eugenia Vidal, Diego Santilli, Gerardo Morales, Luis Naidenoff, Cristian Ritondo, Máximo Kirchner, Uado de Pedro, Axel Kicillof y Santiago Cafiero, entre otros.

En general, acordaron que la grieta no impide la existencia de la política –hasta hay quienes se benefician de ella-, pero no permite gobernar. Las peleas sin sentido, diseñadas sólo para entorpecer al opositor, llevan a conflictos sin solución fue otro aserto que movió a la concordancia.

Para el final, las palabras que legó Arturo Jauretche llaman a la reflexión, porque la grieta siempre afloró en Argentina cuando se modificaron las pautas de distribución del ingreso, cuando se consolidaron derechos para los infortunados. “La multitud no odia, odian las minorías. Porque conquistar derechos provoca alegría, mientras que perder privilegios provoca rencor”, escribió alguna vez el filósofo, militante, poeta y escritor nacido en Lincoln en 1901 y fallecido un 25 de mayo de 1974.

Palabras perdidas en el desierto, hasta hoy.

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