El gran malabarista

El gran malabarista

Por Nicolás Maccio

Opinión.


M aradona no fue futbolista, fue malabarista, y el fútbol fue el ámbito donde pudo desarrollar esa destreza natural.

Científicamente, el malabarista aumenta hasta el 5% de la materia blanca cerebral al jugar con sus objetos. La materia blanca contiene las fibras que transmiten impulsos eléctricos de una neurona a otra. Así, el malabaristo desarrolla otras facultades físicas como la motricidad, las movilidades articulares, la masa muscular y la flexibilidad.

Cuenta la leyenda que cuando lo descubrió, allá en parque Sarmiento (Saavedra en ese entonces), Francis Cornejo -el reclutador de los “cebollitas”- notó en los movimientos del amigo invitado por “Goyo” Carrizo que algo raro había. No eran los movimientos habituales de cualquier otro jugador de fútbol.

Fue entonces que este niño de origen pobre se hizo fama por hacer “jueguitos” o “chiches” con la pelota, ya en sus inicios en Argentinos Juniors, donde los nostálgicos rememoran al pibe que en los entretiempos hacía de “showman” paseándose por todo el campo de juego sin que la pelota tocara el césped. Malabar puro.

El resto de la historia ya la conocemos, desde Fiorito hasta el Olimpo.

Probablemente todos hemos visto imágenes del “Astro del fútbol” dominando pelotitas de ping pong, naranjas, botellas o cualquier objeto que alguien ocasionalmente le alcanzara. Nada explica porqué tenía esas cualidades sin haber entrenado malabarismo. Para los que creen en la reencarnación, ésta sería la respuesta más fácil: Diego Armando Maradona nació con las dotes exquisitas de un equilibrista.

Otros jugadores de fútbol pueden patear fuerte, asombrarnos con su velocidad y su capacidad aeróbica, pueden meter goles de cabeza, tirar caños y chilenas. Pero mirar una entrada en calor del “genio” con las medias bajas, los botines desatados y la camiseta número 10 alcanzaba para darse cuenta de que era diferente, aunque practicara el mismo deporte que el resto.

Sus dotes de malabarista, potenciadas por la guapeza indomable de barrio humilde del Conurbano, se convirtieron en su arma predilecta, fuera y dentro de una cancha. Luchó contra la riqueza, el poder, el capitalismo y contra toda injusticia social. Ganó muchas batallas, perdió otras y así se convirtió en mito popular.

Entonces llegó el año 2020, la pandemia del coronavirus y tras ella el maldito hematoma subdural, la peor lesión para el glorioso malabarista, el que aguantó todas las patadas de los defensores rivales, al que no frenaron ni los agarrones y cuyos legendarios tobillos soportaron la hinchazón y dolor extremo. Una lesión en el cerebro es letal para el malabarista.

Días después de la operación llegó la peor noticia, la de que su cuerpo abandonaba el mundo que lo vio brillar. Quizá con el correr del tiempo, esto se convierta de malo en inevitable, si pensamos que sus jugadas serán inmortales pero su vida no y si reflexionamos que posiblemente esta sociedad ya no lo merecía, o que su magia era necesaria en otro lugar. Y entonces podremos entender que no desapareció, sino que trascendió.

El Diego no se fue. Pelusa seguramente seguirá haciendo malabares en algún lugar de la eternidad.

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