¿Hablamos de política o hablamos de corrupción?

¿Hablamos de política o hablamos de corrupción?


–¡O hablamos de política, o hablamos de corrupción!. La respuesta dada por un dirigente comprometido con el gobierno anterior al ser interpelado sobre la necesidad de terminar con el flagelo de la corrupción, dejó atónitos a un medio centenar de comensales en plena campaña presidencial el año pasado.

Política no es sinónimo de corrupción y no lo será nunca para quienes consideran ese arte de lo improbable (ya no de lo posible) como una de las actividades más honorable del ser humano. En cambio, la práctica política hoy aparece como la acción más eficaz para ingresar al mundo de la corrupción, una estigmatización consolidada al cabo de los doce años de mandatos kirchneristas que se refleja en cada olla que se destapa.

Apabullan los mecanismos utilizados para desviar dineros públicos a favor de las personas que comandaron aquel poder político, vencido en las elecciones de noviembre pasado. La sociedad argentina asiste asombrada al descubrimiento de los negociados tejidos a los costados de la ley bajo el paraguas del poder.

Traslados por aire o tierra de dinero en bolsos medidos por kilos, recuento obsceno de inmensas cantidades de dinero en efectivo al margen del sistema bancario, dinero escondido en bóvedas, bajo tierra, dentro de televisores o maquinarias de construcción, sociedades formadas en el exterior con el propósito de blanquear o difuminar millones de dólares y euros en distintos paraísos fiscales, contratos ficticios de compra de gas en el exterior y barcos fantasmas, desvíos de millones de pesos para viviendas y obras públicas que nunca se construyeron, cuentas ocultas en el exterior y no declaradas, fraude con cunas y ropa de bebés, giros a empresas estatales que desaparecieron mágicamente, subsidios descontrolados a empresas que no reinvirtieron, compra de vagones obsoletos, etc., etc., etc..

Los etcéteras forman una lista interminable pero el corto detalle de maniobras fraudulentas por parte de un grupo que ocupó el poder con el respaldo electoral de un pueblo que nunca fue partícipe del plan, es suficiente para aceptar que hubo una intención sistematizada de robar. Aún cuando falta un tiempo para comprobar estos hechos en la justicia, la sola idea de tomar contacto con la información alimenta los pre-juicios.

De resultar cierto el 50% de las denuncias judiciales que cada semana agregan un preso a la cárcel de Ezeiza, bastará para que la sociedad argentina comience a reflexionar acerca de la gravedad de estas prácticas viciadas de codicia. La corrupción es un delito, y el delito por corrupción es una construcción social y política. La sistematización del delito de corrupción presupone la instalación de un código común entre un conjunto de personas que se han puesto de acuerdo para robar o encubrir esos robos. Los códigos, dice Eugen Ehrlich (1862-1922), son normas que los “muertos imponen a los vivos”, particularmente en etapas de acelerados cambios económicos, políticos, sociales y culturales. La frase viene a cuento aunque se refiera al derecho.

El descubrimiento de tantos hechos de corrupción ha trascendido la denuncia para hacer visible una sociedad que padece un grado alto de anomia y vive en un estado de confusión, injusticia y caos. Una sociedad que, como consecuencia, asiste azorada a la caída de sus ídolos sin importar su jerarquía.

Quien hasta diciembre pasado era una líder emblemática de los más necesitados en el norte jujeño, Milagro Sala, se reveló como un instrumento del poder kirchnerista para desviar fondos que sirvieran –con suerte- para solventar la política en el futuro. Una líder presa que había prometido y no cumplió con la construcción de miles de viviendas porque ese dinero tuvo otro destino. Ni los hermanos Schoklender llegaron a semejante extremo, presuntamente porque están más favorecidos intelectualmente.

La madre de Marita Verón quedó envuelta en un escándalo por recibir 15 millones de pesos que, al parecer, apenas pudo olfatear porque también pasaron de largo después de usar su nombre sin ninguna consideración por su dolor. Hoy ambas mujeres están siendo humilladas.

Esta experiencia, que ha llevado a la corrupción a su máxima expresión, no puede quedar en el olvido. El pueblo argentino hizo gala de memoria por otras cuestiones tan caras a sus sentimientos, y la de la corrupción debe ser otra de ellas. Tocar el fondo provoca la re-creación de una “sociedad decente”, como sostenía el filósofo hebrero Avishai Margalit al reflexionar sobre las relaciones sociales en sociedades con conflictos internos.

Margalit reivindica la centralidad del honor y la humillación en la vida de la gente, así como la importancia que es necesario darle a esos dos valores. La “sociedad decente” no humilla a sus integrantes. Una “sociedad civilizada” es aquella cuyos miembros no se humillan unos a otros. La “sociedad decente” es aquella cuyas instituciones no humillan a las personas, dice Margalit. La primera responde a un concepto microético que atañe a las relaciones entre los individuos; la segunda es una idea sobre el concepto macroético vinculado a la organización social en su conjunto.

El nivel de la corrupción y el autoritarismo llegaron al punto de degradar las instituciones, las convirtieron en otra cosa distinta para la que fueron creadas (Fabricaciones Militares, por ejemplo), les quitaron la poca credibilidad que tenían, las vaciaron de contenido y les otorgaron el rol de refugio temporario para miles de militantes a los cuales, seguramente, iban a obligar a dar de esos salarios el diezmo correspondiente. Las universidades están sospechadas desde sus arcas. La justicia tuvo que pasarse el plumero y sacudirse la modorra. El estado en general fue convertido en una gran caja con fondos saqueados. El Congreso se recicla con dificultad porque no puede eliminar de cuajo los mecanismos que favorecen los acuerdos políticos para obtener las leyes que hacen falta y establecer un nuevo reordenamiento.

Tal vez el dirigente aludido en el inicio tenga razón y haya que dividir la frase para darle otro sentido: O hablamos de política, y nos disponemos a curar las heridas de la sociedad enferma que naturaliza la corrupción como una posibilidad de salvación personal, o hablamos de corrupción y establecemos fuertes sanciones para limitarla y, posteriormente, eliminarla con vistas a construir una sociedad decente.

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