El trabajo, ésa es la cuestión

El trabajo, ésa es la cuestión


La nueva conducción de la Confederación General del Trabajo (CGT) dio una muestra de madurez al romper con los viejos modos de relacionarse, negociar y usar los paros como amenaza contra empresarios y gobiernos.

La dureza con que nació el sindicalismo peronista en la década del 40 para oponerse a las dictaduras militares y gobiernos que proscribieron al justicialismo, parece hoy flexibilizarse no sólo porque los tiempos han cambiado sino también porque el país es un horno que ya no está para bollos.

El “blanco o negro” que caracterizó a los sindicatos frente a una negociación pasó de la adolescencia a la madurez y ahora tienen en cuenta los grises, miran más allá de la coyuntura y saben que sin estrategias integrales de las que participen el gobierno, las empresas y la central obrera no se resolverá ese gran problema que hoy tiene la Argentina: la dificultad para crear fuentes de trabajo.

Ya no se trata de que el infantilismo sindical cope las calles, saque a su gente y enarbole banderas cada dos por tres. No sirve para nada. Las medidas de fuerza tienen que tener un peso, un contenido y un sentido, de lo contrario se convierten en vanos pataleos que no logran su cometido. Les sirve a los dirigentes para que los trabajadores crean que los están defendiendo.

El problema del trabajo en la Argentina es grave frente a los cambios que se están produciendo en el mundo. La conducción horizontalizada de la CGT está reflexionando este año sobre ese tema con seriedad, aunque los más informados les hayan anticipado en la década del 90 que se avecinaba esta especie de “fin del trabajo”, tal como lo conocimos. Desde entonces, el mundo siguió andando y la Argentina, con su rutina y falta de visión mundial, no aprovechó las mejores épocas para ponerse a tono con  los cambios. El panorama actual indica que los puestos de trabajo generados por la producción agrícola y ganadera, la agroindustrial, la industria en todas sus manifestaciones, la construcción, el comercio, los servicios y la administración pública no alcanzan a cubrir las necesidades de trabajo de una población en crecimiento con varias generaciones tratando de entrar en el sistema laboral.

Los dirigentes sindicales descubrieron que los avances tecnológicos del siglo XXI no son productivos, como lo fue la industria. Interpretan que son “trabajos” que permiten el enriquecimiento de unos pocos y promueven más el consumo de teléfonos y computadoras como si fuesen drogas. Sirven para engañar a los argentinos con el eufemismo de “hecho en Argentina” cuando se trata del simple armado de aparatos en Tierra del Fuego con partes producidas en otros países. Evalúan asimismo que muchos productos industrializados en el exterior, en China e India, tienen un precio mucho menor y se fabrican en muchísimo menos tiempo que en la Argentina. La pregunta es, aunque duela: ¿conviene defender un sector de la industria nacional cuyos costos son superiores a la competencia internacional? ¿puede el país ignorar que en el intercambio inteligente entre países la economía nacional gana y puede abrirse a producciones diferentes?

La economía (números puros) estaría señalando que existe la posibilidad de tomar un camino distinto a los ya conocidos. La ideología –lejos de ser revolucionaria como en otros tiempos- haría una lectura tradicional y defendería lo nacional, las fuentes de trabajo, los puestos de trabajo.

Pero hay un dilema sin resolver: la Argentina nunca pudo crear una industria fuerte y competitiva a nivel mundial. Por esa razón, la sustitución de importaciones tampoco se pudo implementar, más allá de los voluntarismos ideológicos y las pistolas en la mesa en dependencias de la secretaría de comercio exterior.

La Argentina está en una encrucijada. El futuro del trabajo y la creación de puestos de trabajo para las actuales y próximas generaciones ocupan el centro de esta encrucijada. Las políticas laborales deberían funcionar en consonancia con nuevas políticas de producción y crecimiento. Estas últimas dependerán de inversiones extranjeras pues nadie reinvierte en el país, mientras que el crecimiento genuino, nacional, transita un camino de severas dificultades. La producción nacional llegó, aparentemente, a su techo por la inhabilidad o la especulación de los gobernantes de las últimas décadas, incluyendo a los militares. Estos destrozaron la industria nacional, pero no fueron los únicos.

De esos desmanejos surgió la “informalidad laboral”, ese mal que ya es flagelo con más del 30 por ciento de trabajadores en negro, huérfanos en la defensa de su salario, en la cobertura de salud y en el aporte para su jubilación. Son puestos de trabajo sin respaldo y con futuro incierto. Pueden desaparecer en cualquier momento.

Los planes sociales que enorgullecieron al gobierno kirchnerista tampoco generaron trabajo, fueron una aspirina para un cáncer, simple entretenimiento que ni siquiera colmó los estómagos de los más pobres. Esa política fue la más efectiva para terminar con la cultura del trabajo defendida por el peronismo.

Ahora, recién ahora, la cúpula sindical analiza las formas para que estos dos grupos de parias, los informales y los beneficiarios de planes, entren de alguna manera al sistema de las obras sociales. Los aportes de los trabajadores en actividad serán insuficientes, y lo saben. Por eso, hay que negociar con inteligencia con los empresarios y el gobierno.

Para colmo de males, está a la vista que el “impuesto al trabajo”, es decir el impuesto a las ganancias, va a subir su base en forma paulatina y tal vez sólo para los aguinaldos pues ese ingreso es vital para el funcionamiento del Estado. Por alguna razón Cristina Fernández de Kirchner no quiso concederlo durante su gobierno.

El gobierno argentino necesita con urgencia un plan nacional, económico y productivo, que defina de una vez por todas en qué lugar de la producción global se va a parar el país, no ya para competir, sino para sobrevivir como nación. El petróleo no se presenta por los precios internacionales como un producto que vaya a contribuir con la economía argentina, al menos en el mediano plazo. Las mineras, según los contratos, dejan regalías muy menores a las ganancias de los explotadores extranjeros aunque digan que dan trabajo.

Y el granero del mundo, en algún momento pensado como un sueño de crecimiento, hoy es simplemente eso, un granero.

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